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Las penumbras y oscuridades

  • Writer: Oslam Celam
    Oslam Celam
  • Jul 1
  • 17 min read

Ruth María Ramasco

Dra. en Filosofía (Universidad Nacional de Tucumán, Argentina). Prof. de Historia de la Filosofía Medieval en la UNT y Prof. de Historia de la Filosofía Medieval en el Seminario Mayor de Tucumán.

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Pese a todas las dificultades, el Misterio de la Encarnación de Dios, con el paso lento de Dios haciéndose hombre, nos anima a la esperanza. A una esperanza que requiere de la fuerza poderosa del amor, por supuesto, pero una esperanza que aún no ha develado los desafíos más profundos de su ser. Porque estos sólo le serán manifestados cuando deba enfrentar la malicia y el pecado. 

Permítanme hablar de ello, aunque no sea algo de lo que me guste hablar con los jóvenes. Prefiero siempre animarlos al amor, hacerlos confiar en el amor, hacerlos entregarse al amor. Pero no puedo evitarles la verdad. Sobre todo, porque no quiero que, al encontrar solos la decisión de pecado que habita en los hombres, la irreductibilidad de la libertad (a la que el mismo Dios ha concedido el poder de cerrarse a Él), pierdan toda esperanza o sientan que el amor es impotente. 

Hemos criticado mucho y con razón el carácter torvo de la culpabilidad, que ha destruido a tantos hombres; hemos buscado liberar a los hombres de los excesos de angustia; hemos destacado todos los componentes de padecimiento psicológico, de condicionamiento económico y social que se encuentra presentes en esos límites indiscernibles en los que se entrecruzan nuestros límites y padecimientos con nuestra efectiva capacidad de mal. Sin embargo, debemos decir, nos es obligatorio decir que, aunque no podamos aislarlo y separarlo, aunque sabemos que siempre se encuentra mezclado, aunque no podamos hacer porcentajes de cuánto es el sufrimiento y cuánto el pecado, los hombres efectivamente somos capaces de mal.

Veamos entonces algunas experiencias que son signos o preanuncios de oscuridades en la vida de los seminarios. Nos animemos a mirar, y a nombrar sin eufemismos, aquellas situaciones donde vemos anunciarse la oscuridad. Como las crecidas de los ríos, necesitamos aprender a escuchar ese ulular que la precede, como un mugido fuerte, un bramido… y luego el cielo oscureciéndose en un instante y los troncos que ruedan y las piedras y la fuerza imparable. Como hemos sido enseñados de niños a escuchar al río antes de que llegue, poderoso e imparable, así también debemos escuchar en los hombres, incluso en el hombre que somos, ese bramido que preanuncia la creciente.

¿Por qué lo digo? Porque las situaciones que nos escandalizan en la vida sacerdotal no pueden no haberse anunciado ya, de alguna manera, en los procesos y casas de la formación. Es por esto que necesitamos aprender a estar atentos, sin caer en obsesiones, ni en perfiles, ni en persecuciones. Pero necesitamos aprender a reconocer los caminos de la malicia, antes que se encuentren ya consolidados. 

¿Qué oscuridades encontramos a veces en la vida sacerdotal? ¿Qué oscuridades se depositan en ella como sedimentos oscuros que destrozan toda entrega y se transforman en piedras que arrastran a muchos hacia lo más hondo de la lejanía con Dios?


  1. La codicia de bienes y comodidades: en ocasiones, a la par de sacerdotes de vida llena de pobreza y austeridad, de bolsillos siempre vacíos, de pobres siempre auxiliados, hemos visto a sacerdotes darse a sí mismos un montón de bienes que no nos damos aquellos que trabajamos, o que sólo llegamos a darnos después de mucho tiempo de restricciones y de escasez. Lo mismo ocurre con las comodidades. No conocen la incomodidad, el calor, el cansancio hasta caer muertos. Pero… pasa más que eso. 

Sus ojos brillan ante los bienes, se vinculan sólo con gente poderosa, les gusta ser invitados a la mesa de los ricos, jamás objetan sus decisiones ni sus privilegios. El trato con los poderosos los acostumbra a otras comidas, a lujos, a placeres. Hasta que empiezan a obtenerlos para sí. Sin que importe si para ello pagan con el abandono de los que nada tienen, con el silencio cómplice frente a sus opresiones, con la sonrisa cínica frente a su lujuria y su dinero. Como a veces he escuchado decir: “Come de mi mano el curita”. Otras veces: “Bien que le gusta la plata”. Y muchas veces no se equivocan. Y ustedes tampoco tienen que equivocarse: un hombre o una mujer que les da lo que ustedes no pueden conseguir por su esfuerzo, pide algo a cambio. O privilegios, o silencio, o negocios, o encubrimiento, o lo que sea. Algo les pedirá, más valioso que lo que les ha entregado. Y lo pide con la seguridad de alguien que ha visto brillar la codicia en los ojos del otro. 

La codicia de bienes no puede crecer en libertad en los Seminarios. Esa codicia no se mide por lo que nos gusta: a todos nos gusta vivir mejor. Todo hombre debería poder vivir en lugares dignos. Se mide por lo que estamos dispuestos a entregar para tenerlos. Personas, servicios, nuestra fe. Eso es lo que los formadores deben observar: no lo que les gusta, sino lo que entregan. 

Corrijan a los seminaristas cuando los vean acercarse a los poderosos y despreciar sentarse junto a los pobres; corríjanlos cuando acepten regalos desmesurados; corríjanlos cuando los vean querer sólo las parroquias de lugares de altos recursos. Son jóvenes, es verdad que pueden corregirse; es verdad también que a veces la codicia ya ha comenzado a apoderarse de ellos. Tienen que llevar a la palabra el trato con los bienes, tienen que hacerlos tomar conciencia que por ese camino perderán su libertad. La libertad para la decisión, la libertad para la crítica profética, la libertad para la defensa de los abandonados. 

Pero un formador no podrá hacerlo sin corregirse a sí mismo. No podrá salvar a un joven de su codicia sin enfrentar decididamente las raíces de la suya. Y los jóvenes, tan abiertos hoy al consumo, hacen crecer en sí mismos la codicia de bienes como una planta a la que no han puesto freno y de repente invade toda la casa.

  

  1. La apetencia de poder y privilegios: no sin razón el mensaje de Jesús ha resignificado el poder y mostrado que existe otra forma de ejercerlo, forma en la cual toda la fuerza, la aptitud, la potencia, se transforma en servicio. Porque el descubrimiento de la propia fuerza, de los propios talentos, del carisma de liderazgo que puede ejercerse sobre otros, de la capacidad de acción, siempre puede transformarse en un descubrimiento que quiere el rédito sólo para sí. 

El poder atrae a los hombres con absoluta fuerza, pues da posibilidad de realizar proyectos, de independizarse, de mandar. También atrae a los sacerdotes. No implica que el poder sea intrínsecamente malo, sino que puede usarse con una elevada capacidad de daño y de beneficio personal. 

No es malo que un sacerdote desee ser párroco y llevar adelante sus propias decisiones sobre la pastoral. La pregunta es si puede hacerlo con la paciencia que una comunidad parroquial requiere para pasar de un proyecto a otro; si permitirá que las decisiones se tomen entre todos; si aceptará las críticas y las oposiciones; si preferirá no arrancar algo que considera malo si eso pone en riesgo algo valioso. 

Lo mismo podríamos decir con respecto de las tareas y responsabilidades. La pregunta es siempre qué se quiere con ello, qué se acepta. A veces es sencillo saberlo: basta saber cuán apegado o desprendido está de los símbolos del poder, cuánto cambia el tono de su voz, qué trato da ahora a los amigos y compañeros, qué trato da a los que dependen de él, cuánto se siente pertenecer al club de los poderosos. Porque a veces, para algunos, también hay un club de los obispos, un club de los dignatarios, un grupo cerrado armado no sobre tareas sino sobre privilegios. ¿Qué privilegios, fundamentalmente? Puede ser dinero, es verdad, pero es también el privilegio de ser tratado diferente, de ser eximido de dificultades y obligaciones, de que alguien haga por uno las cosas que uno no quiere hacer. 

Los formadores tienen la obligación de educar en el ejercicio del poder como servicio. Desde lo central, desde la mirada misma sobre el ministerio, porque para muchos jóvenes la atracción de un sacerdote líder y carismático puede ser también una atracción hacia el poder que ejerce sobre los demás. Quieren producir la misma reacción, quieren disponer así de la atención, el cuidado, el trato privilegiado. Para ello, no es necesario llevarlos hacia tareas humillantes: es necesario enamorarlos del bien que pueden hacer, del bien que se abre y se comparte, de la futilidad de muchos signos, de la sencillez de Jesús. Es necesario descubrir que el privilegio ya está dado en el llamado, que el pedido de cualquier otro privilegio puede apartarlos del más alto, el de seguir a Jesús y ver dónde vive. No pueden permitir que alguien se engolosine de privilegios; tienen que enseñarles a ser uno más entre los hombres. Sin lugares cómodos, colaborando y contribuyendo a donde sea que vayan, con la alegría de la responsabilidad. 

Los seminaristas necesitan aprender a alegrarse por la tarea realizada, más que por los halagos; necesitan entregar a Dios sus talentos y dejar que Él los eduque en la paciencia y el silencio, hasta que llegue el momento en el que pueden ponerlos al servicio de todos, porque han aprendido a esperar. Cuiden sus actitudes en la pastoral. No se transformen en el “padrecito” antes de tiempo. No dejen de tener amigos. Cuando el momento de hacerse cargo del propio poder llegue, llega en la forma de una inmensa bendición sobre los demás. Pero hay que recordar que la bendición tiene la figura de la Cruz. No quieran el poder si Dios no los ha llevado lentamente hacia él: puede matarlos y matar a los suyos.


  1. La manipulación de las conciencias: hay una violencia explícita, cruel, casi bestial, que muchos hombres ejercen y cuya presencia nos horroriza. Pero tiene un rasgo: no se oculta, podemos verla, podemos defendernos de ella u ocultarnos o escapar porque la rechazamos. 

Sin embargo, hay violencias escondidas y tortuosas, esas que no se manifiestan como tales, esas que coaccionan desde lo más hondo, hasta que la persona o los grupos de personas hagan desde sí lo que otro los ha inducido a hacer sin que se den cuenta. Es la violencia de la manipulación. 

Hay muchas manipulaciones. Sólo quiero hablar de una, que tantos sacerdotes a veces ejercen. La violencia que se ejerce sobre las conciencias. Porque Dios siempre nos ha tratado como a seres libres. Se ha manifestado, pero nos ha permitido el espacio de la libertad. Predicar la verdad, enseñarla, no es violentar, no es manipular. Es siempre proponer, es siempre proveer de caminos y de comida para no morir en el camino, es siempre esperar. No es un ingreso furtivo en el núcleo íntimo de las conciencias, sin que el otro se dé cuenta. No consiste en sugerencias solapadas, no busca apegar a nadie a su propia persona. No saca réditos personales de sus sugerencias, no excluye a otros maestros, no aísla, no retiene para sí. 

Muchos sacerdotes violentan las conciencias, hacen preguntas que no deben hacer, se inmiscuyen en vínculos en los que no deben entrar, ni siquiera cuando la otra persona les ha abierto la puerta. Muchos contribuyen, con sus prácticas, a la infantilización de hombres y mujeres adultas, pues están presentes, dirigiendo solapadamente, toda la gama de sus actos. No me digan que tienen la obligación de predicar la verdad, porque les diré que la verdad ha salido indefensa y sin violencia a acompañar a los hombres en sus vidas; la verdad se ha dejado abofetear; la verdad ha preguntado en el monte de los Olivos: “Yo estaba en lo público, entre los hombres, y ahí no se han acercado a prenderme”. No se animen a decirme que Dios les pide someter las conciencias de los hombres.

La verdad acepta su rechazo, no se oculta en los rincones, no teme el desprecio y el conflicto. El corazón de un pastor jamás permite que alguien se vuelva siervo de sus palabras. No se permitan disfrutar del morboso placer de que alguien dependa absolutamente de ustedes o haga todo lo que ustedes quieren que haga. Lo están incapacitando para vivir; lo están mutilando y ni siquiera lo hacen sujetando ustedes la sierra o el cuchillo. Lo hacen ellos con sus propias manos. 

Un seminarista, que a veces apenas lleva un año o dos en el seminario, puede tener la tentación de erigirse en director de conciencia y juez de quienes lo rodean. La apertura del corazón de la gente frente a él es una inmensa tentación. Un formador tiene que oponerse a ello: no a la compañía, sí a la dirección. Favorezcan la cercanía de la amistad, la naturalidad de la oposición, la búsqueda de criterios propios. A veces, no siempre, a veces quienes son excesivamente dóciles con los procesos de formación, se transforman en directores absolutistas de la conciencia de otros. No permitan que esa inmensa malicia de un poder que está ahí a la mano se transforme en realidad en su ministerio.


  1. La mentira: en la entrega a Dios, hay un supuesto humano irrenunciable, la intención y la decisión de verdad. Porque, en realidad, nuestra intención es quedar al trasluz desde la potencia del amor de Dios. Quedar en nuestra verdad y ser de muchas maneras desnudados de todo lo que no sea la verdad de nuestro ser, esa que sólo está presente frente a sus ojos, esa que corresponde a la respuesta a su amor. Algo así pasa cuando amamos a un ser humano: no nos abrimos tan sólo a la intimidad física, abrimos todos los pequeños gestos y actos de nuestra vida a la mirada y la acción de otra persona. Lo hacemos porque lo amamos, lo hacemos también porque nos sentimos amados. No tememos mostrarnos en los pequeños detalles de nuestra cotidianeidad, ni en las vacilaciones, ni en los miedos, ni en los peores sentimientos. No tememos decir qué hemos vivido. Tal vez porque sepamos que su mirada y su amor nos ayudará a corregir lo que nos sea posible, nos sostendrá cuando no podamos hacerlo, nos animará a lo desconocido. Porque no estamos solos, porque somos amados. Nos animamos a confiarle la decisión sobre nosotros en la enfermedad, nos animamos a no escondernos ni cubrirnos. 

Cuando amamos, somos atravesados por una inmensa, honda, vigorosa intención de verdad. Podemos equivocarnos, podemos fallar, pero el amor nos llama a la verdad. Si esto es así en la vida humana, en los amores pequeños y frágiles, ¡cuánto más cuando quien nos ama y a quien queremos amar es a Dios! La formación en el seminario, la vida sacerdotal, puede tener cobardías, caídas, traiciones. No puede apartarse de la decisión y los actos de la verdad. 

A veces ponemos una atención excesiva en el atractivo sexual o las veces que se tienen vínculos paralelos al ministerio, paralelos a la formación. El problema es que eso no es sólo ni fundamentalmente sexo: es mentira. Mentira con los que me forman, mentira con las personas que involucro en mi vida, mentira con las comunidades. Mentira con la entrega. En ocasiones, esa mentira forma parte de muchas mentiras. En ocasiones, se sostienen durante toda la vida. Pueden ser vínculos heterosexuales u homosexuales. Son mentira. Y en algún momento tendré que elegir dónde está la verdad de mi persona. 

Durante generaciones la desconfianza sexual se ejerció sobre la mujer y los grandes escándalos fueron hijos. Los vínculos homosexuales se encontraban resguardados por la ausencia de fecundidad: ningún hijo visibilizaba la relación. En ocasiones, eso favorecía los vínculos homosexuales, porque había gratificación sexual y no había temor al escándalo del hijo. He visto muchas veces a quienes tenían relaciones paralelas con varias mujeres, sin tener que responder frente a ninguna; sin tener que cuidar en la enfermedad, ni acompañar en los problemas, ni trabajar para los hijos. De antemano, la relación estaba destinada a la clandestinidad y nadie tenía derecho a exigir nada. 

No es posible vivir así. Piensen en la posibilidad actual de multiplicar estos vínculos de forma exponencial, por la facilidad de la red. Una conversación con una, un mensaje con otra, un encuentro imprevisto. Las posibilidades siempre existen; sólo el amor puede ponerles freno. Sin entrar siquiera en el inmenso mundo de la pornografía por la red y la posibilidad de instalar esa conducta en la vida sacerdotal. No quiero que lo piensen como un fenómeno sexual, o de inmadurez tan sólo, o de soledad, o de confusión, o de carencia. Todo eso está. Pero también está lo otro: ese inmenso, fuerte, inapelable impulso de verdad que hay en el amor. 

La formación debe favorecer la verdad, debe crear espacios donde la verdad sea dicha, acompañada, ayudada. Debe buscar criterios, debe devolver al amor y a la entrega, si esa es la vocación de un joven. Debe impulsar a la verdad de los vínculos humanos, si esa es la verdad de otro. La formación puede perdonar todo, pero no la decisión de mentira, no la decisión de clandestinidad, no la mudez que mata. 

Queridos chicos: siempre es posible enamorarse. Y experimentar que la vida de Dios se abre a nosotros por medio de ese amor. Pero hay veces que no nos enamoramos, que lo único que queremos es tener ternura, o sexo o la excitación de la conquista. O a veces nos decimos que estamos enamorados, pero no tenemos intención de cambiar nuestro proyecto y queremos que la otra persona postergue su vida por la decisión que no voy a cambiar. “Que tu sí sea sí y tu no sea no”, nos dice Jesús. No se pierdan en la costumbre de la ambigüedad; no jueguen al “como si”. Si su verdad es la entrega a Dios, anímense a vivir sólo de ella. Si su verdad es el amor humano, anímense a amar y pedir a Dios que los envíe a la vida, junto a la persona que aman, junto a sus hijos, junto al trabajo que viene. 


  1. El abuso: permítanme ahora que diga algunas palabras sobre aquello que para mí significa una de las realidades más perversas a las que un ser humano puede acceder. Los hombres y mujeres llevamos nuestra malicia hasta extremos insoportables. Uno de esos extremos es el abuso de los menores. O a veces de quienes no son legalmente menores, pero nos han sido confiados. Abusamos de los niños y niñas, o adolescentes. Abusamos de la confianza. 

Cuando esto ocurre en la vida sacerdotal, cuando es un sacerdote aquel a quien hemos abierto la puerta que conduce hacia nuestros hijos, cuando somos nosotras, madres, quienes los hemos llevado a las parroquias, a los campamentos, a los colegios donde abusarán de ellos, nos han matado por dentro. Porque parte de ser padre o madre es sentir, todo el tiempo, que debemos protegerlos. Somos nosotros a quienes Dios ha confiado su cuidado; nosotros los que no debemos temer al ridículo, ni al cansancio, ni a la pobreza, ni al conflicto, cuando se trata de interponerse entre su vida y lo que puede herirlas o amenazarlas. 

¿Qué sentimos? Que nuestra fe los ha expuesto, que nuestra vida los ha entregado a quien los dañe. Y ese dolor es pequeño, es nada, comparado con la destrucción que han producido en el cuerpito y el psiquismo de un niño: la confusión frente a las manos que se deslizan por su cuerpo, los oídos que reciben palabras mentirosas, cuya ternura cubre la lujuria vertida sobre uno; la imposibilidad de reacción; el dolor insoportable física y psíquicamente; la mudez y la vergüenza posterior; la quiebra de la confianza en la protección que te rodea; la distancia con los tuyos…, la herida psíquica para siempre. Aunque sea posible volverse a parar; aunque sea posible abandonar en algún momento el lugar de víctima. 

Sientan, no sólo piensen, qué puede significar la Iglesia y Dios para un niño abusado. No hay ningún lugar seguro en el mundo. Uno queda en la intemperie por muchísimos años. O para toda la vida. Piensen en lo que ocurre cuando uno es adolescente, con una identidad sexual dúctil y maleable. En la necesidad de intimidad y cercanía que un adolescente experimenta con las personas que admira; en eso que lo hace callar y consentir, no porque quiera sexo, sino porque quiere aprobación, afecto, porque tal vez esa persona era la única figura paterna que había en su vida. Piensen en las jovencitas manoseadas en la confesión; piensen en las amenazas o las sonrisas cómplices y cínicas del día siguiente; piensen en las palabras que dicen a un joven, a una joven, “vos también querías”, devolviéndoles la responsabilidad y la culpa. Piensen en los seminaristas, que no son menores de edad, violados por rectores o formadores u otros sacerdotes. Una mezcla insoportable de gozo en el poder, en la inocencia avasallada, en el dolor, en la oscuridad, en la corrupción de la inocencia. Más allá de la enfermedad psíquica, más allá de todo. 

Un obispo no puede cubrir esas situaciones; un compañero sacerdote no puede pasarlas por alto; una institución eclesial no puede callarla, sin que importe que sea su asesor. Una familia tiene que aceptar todos los aislamientos, las recriminaciones, las discriminaciones, si le fuera preciso decir, denunciar, enviar a la cárcel al sacerdote o a la religiosa que abusó de su hijo o hija. 

Y de nuevo la pregunta: ¿qué debemos hacer en los Seminarios? O la pregunta más dura para un joven: ¿qué debo hacer si soy yo quien se reconoce en la posibilidad del abuso? Por un lado, no podemos volvernos locos ante el cariño por los niños que un seminarista pueda expresar. Tenemos que seguir confiando en la posibilidad de un buen amor. No podemos aceptar el detenimiento morboso en el cuerpo de un niño, esa necesidad de tenerlo pegado a él continuamente, ni tampoco ese deslizamiento hacia los lugares apartados y solitarios. Tenemos que saber que no podremos reconocerlos fácilmente, porque están acostumbrados a esconderse. Tendremos que orar incansablemente, porque nos es necesario ver. Y si algún candidato al sacerdocio conoce en sí mismo esta atracción, pero no consiente a ella, apártese de toda vida que los ponga en contacto con niños: no sean sacerdotes, no sean maestros, no sean entrenadores de deportes. No se expongan. No se animen a exponer a nuestros hijos, porque nos es obligatorio hacerlos encarcelar.


Lo que digo ahora vale para todo, no sólo para la posibilidad del abuso. Nos es obligatorio hacerlos encarcelar si sus actos incurren en delitos: si se enriquecen ilícitamente; si son cómplices en las injusticias de los poderosos y sus delitos; si abusan o cubren un abuso. 

Nos es también obligatorio rechazar, criticar, reclamar, oponernos a todo aquello que puede destruir vidas, aunque no constituya la figura de ningún delito: la manipulación de las conciencias, las relaciones paralelas, los hijos escondidos, las palabras mentirosas, el autoritarismo insoportable. ¿Por qué? Porque alguien ha quedado herido y abandonado en algún camino. Y no se trata de que algún salteador de caminos lo haya hecho y algún sacerdote haya pasado junto a él sin darle alivio: es el mismo sacerdote quien lo ha asaltado en el camino y lo ha dejado herido. Le ha quitado su honor, o su dignidad, o sus bienes, o su libertad, o su integridad, o lo que sea. A veces, le ha arrebatado toda su esperanza, o toda su fe. Quizás no nos una nada cercano al que está caído; pero está herido, ha sido dañado. Y es ese daño, recibido porque estaba en el camino de otro, de su codicia, de su lujuria, de su ambición, de su cobardía, de lo que sea, ese daño nos vincula. Aunque a veces amemos al culpable y la víctima nos sea desconocida y lejana. Lo mismo estamos vinculados por quien ha sido agraviado. De ahí nace nuestra obligatoriedad, aunque la llevemos a cabo en el interior del dolor más profundo. Deberemos hacerlo, aunque entendamos su dolor, sus otras mil cosas buenas, las mil obras ya realizadas. Y seguiremos amando a muchos, pero no podremos evitarles la justicia.

Pero ahora, ahora que quizás nada ha pasado, necesitamos que amen su llamado y a su pueblo más de lo que se aman a sí mismos. Y me animo a decir algo también duro, también doloroso, tan doloroso como cuando una madre o un padre tienen que encargarse de reconocer el mal que su hijo puede hacer, o la locura, o la violencia. O como cuando de niño lo sosteníamos mientras el médico lo curaba, haciéndole doler. O como cuando tenemos que negarles lo que aman, porque sabemos que les hará mal. La comunidad creyente, el sacerdocio común de los fieles, los sostendrá, aunque el dolor sea muy fuerte. 

Es esto lo que debemos decirles: si reconocen en ustedes alguna inclinación que está ahora contenida, pero sólo espera tener más libertad para expandirse; si saben que su anhelo de dinero los pierde; si saben que desean poder, que disfrutan del poder, que se embriagan con el poder; si saben que algo en ustedes se ha apartado ya de la verdad o que experimenta un anhelo morboso por hurgar en la conciencia de los hombres; si saben que desean a un niño, si algo de eso es verdad, pero también es verdad, como no dudo que lo sea, que anhelan entregarse a Dios y amar a los hombres, pero algo ya los ha vencido y lo saben, recurran a la profundidad de su vocación y abandonen este camino. Se lo suplicamos, abandonen el Seminario. Quizás no podamos evitar que dañen a otros. Pero no ocupen un lugar en el que el daño será hondo, poderoso, inmenso. No sean sacerdotes. Depositen en la renuncia todo el amor a los hombres y a Dios que aún tienen y vivan en ella el único amor que les es dado entregarles, ese amor que se aleja para no hacerles daño. Como lo haríamos si pensáramos que vamos a contagiarlos de muerte; como lo haríamos si supiéramos que vamos a hacerles mal. 

Nosotros los sostendremos; nosotros estaremos junto a ustedes mientras nos dejen hacerlo, mientras podamos, mientras no nos transformemos en cómplices. Nosotros les haremos recordar el amor con el que Dios los ama. Nosotros estamos acostumbrados a amar a nuestros hijos, aún en el medio de su malicia y su decisión de pecado. Les aseguramos que Dios recibirá todo el amor que hay en esa renuncia, amor sacerdotal, amor frágil, amor que aún logra amar, amor trenzado con el pecado y la enfermedad. No crucen el umbral en el que el pecado ya no importa. 

Ahora es el tiempo de la conversión, ahora es el tiempo de la esperanza.




 
 
 

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