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266° Papa de la Iglesia católica

Inicio del pontificado: 13,19.III.2013

Fin del pontificado: 21.IV.2025

Nombre secular: Jorge Mario Bergoglio

Nacimiento: Buenos Aires (Argentina)


El primer Papa americano es el jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, de 76 años, arzobispo de Buenos Aires. Es una figura destacada de todo el continente y un pastor sencillo y muy querido en su diócesis, que ha visitado a lo ancho y a lo largo, incluso trasladándose en medios de transporte público, en los quince años de ministerio episcopal.


«Mi gente es pobre y yo soy uno de ellos», ha dicho más de una vez para explicar la opción de vivir en un apartamento y de prepararse la cena él mismo. A sus sacerdotes siempre les ha recomendado misericordia, valentía apostólica y puertas abiertas a todos. Lo peor que puede suceder en la Iglesia, explicó en algunas circunstancias, «es aquello que De Lubac llama mundanidad espiritual», que significa «ponerse a sí mismo en el centro». Y cuando cita la justicia social, invita en primer lugar a volver a tomar el catecismo, a redescubrir los diez mandamientos y las bienaventuranzas. Su proyecto es sencillo: si se sigue a Cristo, se comprende que «pisotear la dignidad de una persona es pecado grave».


Su biografía oficial es de pocas líneas, al menos hasta el nombramiento como arzobispo de Buenos Aires. Llegó a ser un punto de referencia por sus fuertes tomas de posición durante la dramática crisis económica que devastó el país en 2001.


En la capital argentina nació el 17 de diciembre de 1936, hijo de emigrantes piamonteses: su padre, Mario, era contador, empleado en ferrocarril, mientras que su madre, Regina Sivori, se ocupaba de la casa y de la educación de los cinco hijos.


Se diplomó como técnico químico, y eligió luego el camino del sacerdocio entrando en el seminario diocesano de Villa Devoto. El 11 de marzo de 1958 pasó al noviciado de la Compañía de Jesús. Completó los estudios de humanidades en Chile y en 1963, al regresar a Argentina, se licenció en filosofía en el Colegio San José, de San Miguel. Entre 1964 y 1965 fue profesor de literatura y psicología en el Colegio de la Inmaculada de Santa Fe y en 1966 enseñó las mismas materias en el Colegio del Salvador en Buenos Aires. De 1967 a 1970 estudió teología en el Colegio San José, y obtuvo la licenciatura.


El 13 de diciembre de 1969 recibió la ordenación sacerdotal de manos del arzobispo Ramón José Castellano. Prosiguió la preparación en la Compañía de 1970 a 1971 en Alcalá de Henares (España), y el 22 de abril de 1973 emitió la profesión perpetua. De nuevo en Argentina, fue maestro de novicios en Villa Barilari en San Miguel, profesor en la facultad de teología, consultor de la provincia de la Compañía de Jesús y también rector del Colegio.

El 31 de julio de 1973 fue elegido provincial de los jesuitas de Argentina, tarea que desempeñó durante seis años. Después reanudó el trabajo en el campo universitario y entre 1980 y 1986 es de nuevo rector del colegio de San José, además de párroco en San Miguel. En marzo de 1986 se traslada a Alemania para ultimar la tesis doctoral; posteriormente los superiores le envían al colegio del Salvador en Buenos Aires y después a la iglesia de la Compañía de la ciudad de Córdoba, como director espiritual y confesor.


Es el cardenal Antonio Quarracino quien le llama como su estrecho colaborador en Buenos Aires. Así, el 20 de mayo de 1992 Juan Pablo ii le nombra obispo titular de Auca y auxiliar de Buenos Aires. El 27 de junio recibe en la catedral la ordenación episcopal de manos del purpurado. Como lema elige Miserando atque eligendo y en el escudo incluye el cristograma ihs, símbolo de la Compañía de Jesús.


Concede su primera entrevista como obispo a un pequeño periódico parroquial, «Estrellita de Belén». Es nombrado enseguida vicario episcopal de la zona de Flores y el 21 de diciembre de 1993 se le encomienda también la tarea de vicario general de la arquidiócesis. Por lo tanto no sorprendió que el 3 de junio de 1997 fuera promovido como arzobispo coadjutor de Buenos Aires. Antes de nueve meses, a la muerte del cardenal Quarracino, le sucede, el 28 de febrero de 1998, como arzobispo, primado de Argentina. El 6 de noviembre sucesivo fue nombrado Ordinario para los fieles de rito oriental residentes en el país y desprovistos de Ordinario del propio rito.


Tres años después, en el Consistorio del 21 de febrero de 2001, Juan Pablo ii le crea cardenal, asignándole el título de san Roberto Bellarmino. En esa ocasión, invita a los fieles a no acudir a Roma para celebrar la púrpura y a destinar a los pobres el importe del viaje. Gran canciller de la Universidad Católica Argentina, es autor de los libros Meditaciones para religiosos (1982), Reflexiones sobre la vida apostólica (1986) y Reflexiones de esperanza (1992).


En octubre de 2001 es nombrado relator general adjunto para la décima asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, dedicada al ministerio episcopal, encargo recibido en el último momento en sustitución del cardenal Edward Michael Egan, arzobispo de Nueva York, de presencia necesaria en su país a causa de los ataques terroristas del 11 de septiembre. En el Sínodo subraya en particular la «misión profética del obispo», su «ser profeta de justicia», su deber de «predicar incesantemente» la doctrina social de la Iglesia, pero también de «expresar un juicio auténtico en materia de fe y de moral».


Mientras, en América Latina su figura se hace cada vez más popular. A pesar de ello, no pierde la sobriedad de trato y el estilo de vida riguroso, por alguno definido casi «ascético». Con este espíritu en 2002 declina el nombramiento como presidente de la Conferencia episcopal argentina, pero tres años después es elegido y más tarde reconfirmado por otro trienio en 2008. Entre tanto, en abril de 2005, participa en el cónclave en el que es elegido Benedicto XVI.


Como arzobispo de Buenos Aires —diócesis de más de tres millones de habitantes— piensa en un proyecto misionero centrado en la comunión y en la evangelización. Cuatro los objetivos principales: comunidades abiertas y fraternas; protagonismo de un laicado consciente; evangelización dirigida a cada habitante de la ciudad; asistencia a los pobres y a los enfermos. Apunta a reevangelizar Buenos Aires «teniendo en cuenta a quien allí vive, cómo está hecha, su historia». Invita a sacerdotes y laicos a trabajar juntos. En septiembre de 2009 lanza a nivel nacional la campaña de solidaridad por el bicentenario de la independencia del país: doscientas obras de caridad para llevar a cabo hasta 2016. Y, en clave continental, alimenta fuertes esperanzas en la estela del mensaje de la Conferencia de Aparecida de 2007, que define «la Evangelii nuntiandi de América Latina».


Hasta el inicio de la sede vacante era miembro de las Congregaciones para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, para el clero, para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica; del Consejo pontificio para la familia y de la Comisión pontificia para América Latina.


Algunos de los temas en sus mensajes relacionados con la formación sacerdotal incluyen:


  • La centralidad de Jesús: Recordando que el Señor debe ser el centro de la vida del sacerdote, evitando el clericalismo y el protagonismo personal.

  • La cercanía con Dios y con el pueblo: Insistiendo en la importancia de la oración personal y el encuentro con las personas, especialmente con los que sufren.

  • La alegría del Evangelio: Animando a compartir la alegría de ser discípulos y apóstoles, evitando la amargura.

  • El perdón: Exhortando a los sacerdotes a ser ministros de la misericordia, perdonando siempre en el sacramento de la Reconciliación.

  • La importancia de la formación continua: Recordando que la formación no termina en el seminario, sino que es un camino constante.

  • El servicio y la gratuidad: Subrayando que la vocación sacerdotal es un don para ser entregado gratuitamente al servicio de la comunidad.

  • La necesidad de unidad en el presbiterio: Fomentando la fraternidad y la colaboración entre los sacerdotes.




Carlo María Martini

Extracto de una conferencia sobre el ejercicio del ministerio como fuente de la espiritualidad sacerdotal.
 

Carlo Maria Martini S. I. fue un jesuita y profesor de teología italiano, arzobispo de Milán y cardenal de la Iglesia católica. En la corriente de los cambios del post-Concilio, siguió la línea marcada por la Compañía de Jesús en sus últimas décadas y fue papable tras el fallecimiento de Juan Pablo II.


a) Unidad de vida

 

Un modo de responder a la pregunta fundamental es la reflexión sobre nuestra unidad de vida. El tema es clásico, tratado por el Concilio en el número 14 del Decreto Presbyterorum Ordinis, cuando dice que en el mundo moderno, en el que los hombres deben compartir tan múltiples deberes y es tanta la variedad de los problemas que los angustian y que deben ser a menudo rápidamente resueltos, corren no raras veces peligro de disiparse en diversidad de cosas y los presbíteros, envueltos y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, no sin ansiedad, buscan cómo pueden reducir a unidad su vida interior con la magnitud de su acción exterior, esa unidad de vida -dice el Concilio- no puede lograrla ni la mera ordenación exterior de las obras del ministerio; ni, por mucho que contribuya a fomentarla, la sola práctica de los ejercicios de piedad.

¿Qué significa en concreto unidad de vida? Para mí la unidad de vida comporta cuatro actitudes:

 

  1. Equilibrio entre oración y acción, teoría y praxis, sentimientos y palabras, trabajo y descanso, relaciones de funcionamiento y relaciones de amistad, trabajo manual y trabajo mental (y muchas otras cosas).

  2. El equilibrio va unido a la complementariedad: no por una parte la oración y por otra la acción, por una parte el estudio y por otra el trabajo, sino contemplación y acción. Integración entre los varios momentos de la vida.

  3. Unidad de inspiración.

  4. Organización de las partes.

 

Creo que ninguno en su vida llega a conseguir completamente esta unidad de vida; es un ideal muy difícil, al cual debemos intentar acercarnos.

Por otra parte, conocemos bien los daños que se derivan de la falta de esta unidad de vida. En el Evangelio de Lucas, 10, Jesús dice a Marta que está afanada por muchas cosas sin comprender lo verdaderamente necesario. Son dos daños muy grandes, uno, que se vive siempre con ansiedad, descontentos de lo que se hace; y otro que con este nerviosismo se olvida aquello que es verdaderamente necesario.

Por el contrario, las ventajas de la unidad de vida las leemos en el decreto Presbyterorum Ordinis:

 

“Obrando así, los presbíteros hallarán la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con el Señor, y por Él, con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y rebosar de gozo.” (n°14)

 

La unidad de vida es fuente también de unidad de salud física, de resistencia en el trabajo. Por el contrario, un desequilibrio es fuente de agotamiento, desgana, aburrimiento, incapacidad para descansar y dormir.

Para proceder en nuestra reflexión me parece muy útil responder a dos preguntas; primera, ¿Qué uso asía Jesús de su tiempo? Queremos comprender un poco cuáles eran las prioridades de Jesús, para comprender lo que daba unidad a su vida; segunda, ¿Cuáles son en nuestros presbíteros y obispos las señales del mal uso de nuestro tiempo? Es decir, de no atender a las prioridades de Jesús, de no unificar nuestra vida, de no vivir el ministerio como camino de santificación.

 

 

b) ¿Qué uso hacía Jesús de su tiempo?

 

No intentamos aquí leer, comentar y ordenar todos los diversos pasajes evangélicos. Deseo simplemente dar una respuesta sintética en algunos puntos.

 

1°) Jesús tenía una idea clarísima acerca del uso que debía ser de su tiempo; no lo usaba de manera casual.

Cuando, por ejemplo, “… una mujer cananea, saliendo de aquellos términos, se puso a gritar: ¨¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! mi hija está malamente endemoniada.¨ Pero Él no le respondió palabra. Entonces los discípulos, acercándose, le rogaron:  ¨Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros¨ Respondió Él: ¨No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel.¨ (Mateo 15. 22 – 24). Lo que quiero decir con esto es que Jesús tenía las ideas claras, sabe lo que debe hacer, no es esclavo de las expectativas de los otros.

Y no es tan fácil, como me doy cuenta en mi ministerio de obispo, ser libre de las expectativas y de las esperanzas de la gente. Hay quien espera de mí una puntualización, otros otra; hay quien insiste para que yo intervenga en una determinada situación, y a veces se necesita más tiempo para convencer de que mi oficio no comporta aquello que algunos quisieran, lo que requiere el contentarlos. Jesús sabe para qué has venido y sabe qué debe hacer de su tiempo. Con otras palabras, Jesús tiene un plan de acción, no es esclavo de las circunstancias, no da la impresión de uno que dice una palabra buena aquí, una palabra buena allá, da la impresión, en cambio, de uno que conoce bien cuáles son sus prioridades.

 

2°) Con todo esto, sin embargo, Jesús no es rígido, no es inflexible sino todo lo contrario de tantos que, precisamente porque tienen ideas claras, son duros e inaccesibles. Jesús se inclina ante las verdaderas necesidades, se deja conmover por algunas situaciones. Su corazón, con sus ideas claras, está abierto. Hemos visto antes, cómo responde a los discípulos que intercedían en favor de la mujer cananea. Pero cuando la mujer viene donde Él y se postra delante implorando que le ayude, y añade, después de la afirmación de Jesús: “Sí, Señor, pero también los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.” Jesús cede, se conmueve, admira a la mujer y de hecho, concluye: “Mujer, grande es tu fe, que te suceda como deseas.” Esto quiere decir un corazón grande. Ideas claras y corazón grande.

En esta misma línea, recordemos también el pasaje de Juan, la narración de las bodas de Caná, cuando Jesús, después de afer haber afirmado: “todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4) accede a la petición de la Madre. Este equilibrio es importante: no se trata de un desorden, de hacer todo lo que sale al paso, no se trata de una inflexibilidad. Es el justo equilibrio que consiste en tener las ideas claras y el corazón grande.

 

3°) Podemos ahora preguntar a Jesús como tantas veces se nos pregunta a nosotros y a mí, ¿cuáles son tus prioridades? A mí me parece que de la lectura de los Evangelios (sin perder de vista tantos años de preparación, el misterio de su vida oculta, sin duda Jesús no es un improvisado)[Lo que está entre paréntesis no pertenece al texto original.] se llega a tener una respuesta como estas:

 

  • La primera prioridad de Jesús son los enfermos: la mayor parte de los pasajes evangélicos hablan de enfermos y del modo que Jesús se comporta con ellos. Leemos, por ejemplo, en el Evangelio de Marcos 1,32-34: “Al atardecer, puesto ya el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados: y toda la ciudad se reunió a la puerta. Jesús Curó a muchos pacientes de diversas enfermedades y echó muchos demonios…” Jesús dedica mucho tiempo a los enfermos y a los pobres y no sucede jamás que se niegue a acercarse a ellos y no los cure por falta de tiempo.

 

Y creo que, para mí, obispo, como también para los presbíteros, los enfermos y los pobres son una prioridad real.

  • La segunda prioridad de Jesús es la predicación del Reino. Jesús aparece entre sus contemporáneos como uno que va a predicar el Reino de Dios (Cf. Mc 1, 14). Esta es la definición de la prioridad de Jesús que leemos en tantos pasajes evangélicos.

  • La tercera prioridad de Jesús es el encuentro en la conversación con las personas. Podemos decir que Jesús tiene predilección por la relación pastoral primaria del encuentro directo. Muchísimos son los ejemplos que encontramos en el Evangelio (Cf. Mc 2, 13-17). Basta decir que Jesús era visto como uno que habla con la gente. Jesús prefiere el contacto pastoral primario.

  • La cuarta prioridad es la oración, un tiempo largo para la oración y la plegaria (Cf. Mc 1, 35). El evangelista Lucas lo subraya repetidamente. Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar (Cf. Lc 5, 16). No oraba solamente cuando tenía tiempo. Le daba tiempo a la oración. La consideraba una prioridad importante. “Por aquellos días se fue él al monte a orar y pasó la noche en la oración de Dios” (Lc 6,12). Después de la multiplicación de los panes, Jesús despide a la muchedumbre y sube al monte, solo, a orar: “Al atardecer estaba solo allí” (Mt 14,23). El no renuncia nunca la oración, y nosotros sabemos bien por experiencia que no es fácil, sobre todo cuando hay tantas cosas que atender.

  • La quinta prioridad de Jesús es el estar con los amigos, es la amistad. En dos sentidos: sobre todo significa dedicar, dar tiempo a los colaboradores inmediatos. Jesús dedica mucho tiempo a los apóstoles y a los discípulos: en toda la segunda parte de su ministerio Jesús pasa mucho tiempo no tanto con la gente, ni con los enfermos, sino con los colaboradores (Cf. Mc 9,2). Es una opción muy importante desde el punto de vista pastoral. Jesús tiene tiempo para los enfermos, los pobres, la gente y para los colaboradores. Se dice en el Evangelio de Marcos 9,30ss: “Atravesaban el lago de Galilea. Él no quería que nadie lo supiera porque iba instruyendo a sus discípulos (…) Llegaron entretanto a Cafarnaúm, y estando en la casa les preguntaba: ¿de qué discutían por el camino?” Habían andado, por tanto, un largo camino -desde el norte hasta Cafarnaúm-, sin encontrarse con otra gente, solo con sus discípulos.

 

En segundo lugar, Jesús tenía amigos con los cuales se entretenía familiarmente, con libertad. Tenía amigos, tenía una casa a la cual iba cuando deseaba estar con Lázaro, Marta y María, con toda tranquilidad (Cf. Lc 10, 38-39). A mí me parece, por tanto, que también las relaciones amigables eran una prioridad para Jesús.

 

Naturalmente, me he limitado a estas cinco prioridades, pero cualquiera de ustedes, releyendo los Evangelios, podrá encontrar otras. En todo caso, las que he subrayado tienen indudablemente mucha importancia para Jesús y representa su manera práctica de unificar su vida.

Pues bien, nos preguntamos, finalmente, ¿cuáles son las señales del mal uso y del buen de nuestro tiempo?

 

 

c) Signos del mal uso de nuestro tiempo

 

Cuando no usamos nuestro tiempo, como lo usaba Jesús, hay señales que nos lo advierten: ¡No estás haciendo buen uso de tu tiempo! Indicó tres señales para interpretar de modo correcto si estamos haciendo mal uso de nuestro tiempo y, por tanto, deben ser tenidas en consideración.

 

  • Una primera señal del mal uso que una persona hace de su tiempo es un nerviosismo perenne. Están nerviosos, fáciles a irritarse, siempre amargados, ansiosos, insomnes. Todo esto podría tener como causa una enfermedad, pero creo que, si el nerviosismo es continuo, quiere decir que no se hace buen uso del propio tiempo, que no se está tranquilo en el propio puesto, no se sabe ordenar las cosas de manera de no estar tan amargado y desganados.

  • Una segunda señal: cuando no se tiene tiempo para nada. Se tiene siempre tantas cosas que hacer que no se tiene tiempo para nada. Es la señal de una organización falsa, no correcta de las propias actividades, de las propias incumbencias. Es falta de unidad cuando, por ejemplo, la gente dice: “Nuestro obispo, nuestro párroco, es bueno, estudia mucho, leer, pero nunca es posible hablarle.” Puede darse también que la gente sea demasiado exigente, pero puede darse que no haya buen orden en la vida de esta persona.

  • Una tercera señal: cuando no se experimenta placer al encontrar un poco de tiempo para descansar de manera razonable: escuchando música, paseando por la montaña, etcétera. Cuando no se tiene nunca tiempo para esos momentos de distracción, significa que algo no funciona, que no se hace buen uso del tiempo, que nos creemos ser tan necesarios que no puede hacerse nada sin nosotros.

 

 

d) Signos del buen uso de nuestro tiempo

 

La gran señal es la paz interior y exterior. Un cierto sentimiento interior de paz. Se pueden tener muchos problemas, dificultades, pero con una actitud general de paz. Es una señal muy importante porque quiere decir que la persona vive una buena organización de su tiempo. Como ya hemos leído en el decreto Presbyterorum Ordinis n° 14:

 

“Obrando de esta manera, los presbíteros hallarán la unidad de su propia vida en la unidad misma de la misión de la Iglesia, y así se unirán con su Señor, y por Él con el Padre, en el Espíritu Santo para que puedan llenarse de consolación y de gozo.”

 

Ser colmados de Consolación, tener un cierto gusto interior, es la primera señal del Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo quiere un buen uso del tiempo y nos ayuda a usarlo bien. Porque la unidad de vida no proviene de mis esfuerzos, sino del Señor que habla en la Escritura, que recibimos en la Eucaristía, que se escucha en la oración. Como dice el decreto Presbyterorum ordinis, Cristo obra a través de sus ministros y por tanto permanece siempre el principio y la fuente de la unidad de vida de los presbíteros. Y Jesús es principio de unidad en cuanto que es el fin y la unidad de toda la historia.

Dice el Concilio en una de sus páginas más preciosas sobre el ideal de unidad:

 

“El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, el hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud de todas sus aspiraciones.” (Gaudium et spes 45).

 

Hacer unidad en la vida significa unirse con Jesús como centro y fin de la historia humana. Quiere decir comprender el dinamismo que actúa en la historia misteriosamente, pero eficazmente hacia su centro y su fin, y ponerse de esta parte, dejarse atraer por este dinamismo que es el Espíritu Santo. Escribe San Pablo a los Romanos que, buscar la unidad de vida significa sentir que toda la creación está en un dinamismo que va hacia un punto final: “Sabemos bien que hasta el presente la creación entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto. Más aún: incluso nosotros que poseemos el Espíritu como primicia, gemimos en lo íntimo a la espera de la plena condición de hijos, del rescate de nuestro ser.” (Romanos 8, 22-23).

La unidad de vida viene por el hecho de que nosotros nos ponemos en la onda del Espíritu Santo que empuja la historia a su término, que interpretamos en todos los acontecimientos -sociales, políticos- los reflejos de la acción del Espíritu en el mundo. Esto es importantísimo para no sentirnos fragmentados, divididos por tantas cosas que nos distraen. Deberíamos preguntarnos siempre: ¿qué sentido tiene este hecho, esta situación, como parte del dinamismo del que es atraído por Jesús, Señor Universal, impulsado por la gracia del Espíritu Santo?

La pregunta podría parecer abstracta, pero en realidad es concretísima porque significa que ante tantas cosas difíciles de comprender en la vida del mundo, de la historia, no nos preguntamos solamente cuáles son las causas o las culpas, sino cómo pueden leerse estas cosas, qué momentos del dinamismo del universo tienen a Jesús como centro.

Por las experiencias que he vivido durante los viajes a las diversas partes del mundo, puedo decir que a mi parecer en este momento de la historia hay una luz especial para conocer esta verdad. Es la luz que impulsa al Santo Padre Juan Pablo segundo a viajar. Él advierte que este momento es de una importancia única en la historia del mundo porque nunca como hoy se ve tan claramente que los hombres deben ser una unidad. Sin unidad, a mi modo de ver, el mundo no podrá sobrevivir y, repito, esto no es más que un reflejo de la unidad que Cristo prepara.

Los Jóvenes aspiran a la fraternidad universal (lo hemos visto en JMJ de Santiago), aspiran a la unidad del mundo y están dispuestos a cualquier sacrificio con tal de conseguirla, porque entienden que se trata de algo capital para nuestro tiempo.

Nuestra tarea consiste en ayudarles a conseguir ese objetivo y a eso tiende nuestra espiritualidad sacerdotal y nuestro ministerio.

Julio Alejandro Fuentes Rodríguez, pbro.

Seminario Diocesano de León

León, Gto., México


Resumen. La formación de la madurez humana del presbítero parte de su interioridad y se orienta a desarrollar y fortalecer la capacidad de generar comunión. La interioridad implica el conocimiento y la toma de conciencia de las dinámicas conscientes, subconscientes e inconscientes del mundo sentimental y afectivo de la persona y constituye el punto de partida para desarrollar y fortalecer su capacidad de generar comunión, que es el punto de llegada. Sin embargo, este binomio no pertenece exclusivamente a la dimensión individual sino que es y se configura como un hecho y experiencia social. De este modo, la puesta en marcha de la digitalización y pantallización de la vida con su consiguiente manipulación emocional está provocando una crisis y un proceso de disolución de las condiciones adecuadas que favorecen en el sujeto humano el cultivo de su interioridad y, por ende, de la construcción de la comunidad. Es necesario entonces tomar conciencia de este proceso social y cultural de digitalización para intentar recuperar las condiciones de posibilidad de una auténtica formación humana de la persona del seminarista y del sacerdote para ser capaces de establecer vínculos intersubjetivos y llegar a ser hombres de comunión. Bajo este horizonte, la Encarnación del Hijo de Dios que asumió nuestra carne es la expresión de la verdad que nos define: sólo a través de nuestro cuerpo vivimos realmente el encuentro; sin él nos ahogamos en el encerramiento del yo y nos perdemos en la apariencia y el anonimato de la digitalización.

 

Palabras clave. Interioridad-comunión, digitalización-pantallización, emotiocracia, ecoansiaedad, hombre político, idioticracia, espacio público y eclesial, duda existencial, cuerpo, habitar el espacio.

 

 

Preámbulo

El sentido de la formación humana del presbítero

 

En el capítulo III de la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (2016), se habla de los fundamentos de la formación sacerdotal, donde en el inciso b) se hace referencia a la finalidad de la formación en el seminario: forjar la identidad presbiteral; y en el inciso d) se dice expresamente que la formación debe ser “Para una formación de la interioridad y de la comunión”.

 

Todos sabemos que “la formación humana es el fundamento de toda la formación sacerdotal”, ¿Por qué?  Porque promueve “el desarrollo integral de la persona”, permitiendo forjar “la totalidad de las dimensiones” (n. 94). Sin la suficiente base humana madura, no es posible edificar aquello que persiguen las dimensiones espiritual, intelectual y pastoral en la identidad presbiteral. De ahí la trascendencia y relevancia que tiene la atención a nuestra realidad humana entendida en la perspectiva de su proceso de maduración clara y realista en términos psicológicos y antropológicos.

Por otro lado, en el documento no hay expresamente una descripción de lo que es la formación humana, se indican más bien algunos rasgos que manifiestan la madurez humana, sintetizándola en tres aspectos: “madurez física, madurez psicoafectiva y madurez social” abrazando también el ámbito “moral” (nn. 63 y 94).

 

Específicamente desde el punto de vista psicoafectivo se habla de una personalidad estable, equilibrio afectivo, dominio de sí y sexualidad bien integrada.

 

Desde el punto de vista social y moral se refiere a una conciencia formada, persona responsable, capaz de tomar decisiones justas, juicio recto y percepción objetiva de las personas y de los acontecimientos (cfr. n. 94).

 

La Ratio nos ofrece entonces criterios para comprender los rasgos de la madurez humana lo cual es muy importante; sin embargo, más importante, desde el punto de vista de las condiciones posibilidad de la madurez humana, es entender su punto de partida y su punto de llegada.

 

El punto de partida de la madurez humana es la interioridad y su punto de llegada es la comunión[1].

 

Entender este binomio, interioridad-comunión, en la dinámica psico-espiritual del proceso educativo y formativo es sumamente relevante; incluso el número de veces que aparecen tales conceptos en la Ratio revela su importancia y trascendencia[2].  

 

La formación de la interioridad se enfrenta siempre con el riesgo de reducir la formación a mera exterioridad, es decir a “mostrar una simple apariencia de hábitos virtuosos”, una “obediencia meramente exterior y formal a principios abstractos”. O lo que el Papa Francisco llama “mundanidad espiritual”, “relacionada con el cuidado de la apariencia” o por la “fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas [o en] mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones [o] en un funcionalismo empresarial”[3].

 

Sólo abordando el conocimiento y cultivo de la propia interioridad, será posible configurar una personalidad y una afectividad capaces de establecer vínculos adecuados y maduros que culminan en una verdadera comunión. Sólo así “el futuro presbítero tratará de desarrollar una equilibrada y madura capacidad para relacionarse con el prójimo”, “que le permita, superada toda forma de protagonismo o dependencia afectiva, ser hombre de comunión, de misión y de diálogo, capaz de entregarse con generosidad […] a favor del pueblo de Dios” (Ratio, n. 41).

El radio de la comunión abarca, según el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, la comunión con la Trinidad y con Cristo, la comunión con la Iglesia, la comunión jerárquica, comunión presbiteral y, por ende, la promoción de la “fraterna amistad sacerdotal” y la comunión con los fieles laicos[4]

 

Por eso en su proceso formativo, “el seminarista está llamado a salir de sí mismo, para orientar sus pasos en Cristo, hacia el Padre y hacia los demás” llegando a ser “conscientemente libres para Dios y para los demás” (Ratio, n. 29).

 

Y hermosamente la Ratio culmina en este punto partiendo de la afirmación de que la Iglesia es «la casa y la escuela de la comunión»; por tanto, el presbítero debe ser «el hombre de la comunión» (Ratio, n. 52).

 

Por tanto, interioridad y comunión son dos dinamismos esencial y estrechamente vinculados de tal manera que podemos decir que no hay condiciones para forjar la comunión si no hay un trabajo personal de la propia interioridad; es un hecho de que la calidad de nuestra capacidad relacional dependerá de la calidad del trabajo que realicemos continuamente sobre nuestra interioridad.

 

Hablar de la interioridad humana es hablar de la insondable realidad que nos configura desde dentro, en los niveles consciente, subconsciente e inconsciente; inicialmente desconocemos o conocemos superficialmente lo que hay en nuestro interior; por eso se afirma con toda validez que antes de ser “racionales” somos “sentimentales” y la categoría sentimiento tiene aquí un valor no sólo psicológico sino además antropológico que no hemos comprendido plenamente ni hemos sabido aplicarlo en la formación en los seminarios:

 

«los sentimientos -afirma el P. Cencini- manifiestan la parte más humana del yo, desvelan sus sueños y motivaciones, son a menudo instintivos e inmediatos, pasajeros y fugaces, pero también pueden ser evangelizados y ser la expresión de una conversión vital, tan estable y radical que llega hasta los ámbitos psíquicos más profundos de la persona y de su vida instintual y emotiva, tanto a nivel consciente como inconsciente […] Los sentimientos desvelan, pues, por un lado la vertiente débil del hombre, eso que a menudo ni siquiera pasa por la criba de la reflexión. Pero por otro, y justamente por eso, son la fotografía o el test más fiable de lo que es realmente el ser humano, de lo que hay en su corazón, de la profundidad de su conversión interior. Pues podemos controlar las palabras y los gestos, pero no los sentimientos, que inmediatamente nos dicen si y hasta dónde nos identificamos con el corazón de Cristo, con su pasión de amor, con su evangelio…»[5]

 

Muchas veces me he preguntado ¿si hemos pasado tantos años en el Seminario viviendo en comunidad, por qué nuestra experiencia de comunión y fraternidad como presbiterio es tan frágil y, lamentablemente, con frecuencia hacemos mucho por dañarla? ¿Por qué si compartimos tantos años viviendo en la misma casa-comunidad del seminario, por qué en el presbiterio asumimos conductas que directamente dañan la comunión y a la persona de tantos presbíteros?

 

Muy probablemente la respuesta está en que el trabajo sobre nuestra interioridad, que no es un trabajo meramente psicológico sino también espiritual, o no se realizó durante nuestra formación inicial o se llevó a cabo sólo superficialmente y después, con el paso del tiempo, ya siendo sacerdotes, hemos perdido contacto con ella asumiendo estilos de vida que nos llevan a verdaderos descuidos de nuestra vida interior y, por tanto, personal y sacerdotal.

 

Hoy debemos entender que el binomio interioridad-comunión expresa una condición antropológica y un dinamismo psicológico que no pueden separarse nunca. Y esto vale sobre todo para la vida y ministerio de nosotros los presbíteros. Es por ello por lo que durante toda nuestra vida debemos prestar atención a la relación dialéctico-existencial que este binomio significa en el modo como nos situamos frente a nuestra realidad personal-presbiteral, frente a la realidad eclesial y social. Podemos decir: según estemos situados en y desde nuestra interioridad, así nos entendemos, situamos y proyectamos en nuestras relaciones interpersonales y en la realidad social y eclesial.

 

Me atrevo a decir que en nosotros presbíteros aun cuando de muchas maneras hacemos referencia a la “interioridad” -referida en nuestro contexto a veces solamente a la vida espiritual, a la oración, incluso a la confesión- hay un déficit de atención seria a nuestra interioridad en términos psico-espirituales; incluso, todavía más, me atrevo a decir que en ciertos casos sufrimos un “analfabetismo de la interioridad” en cuanto que no sabemos leer nuestra interioridad y no sabemos expresarla, con las consecuencias que ello tiene para la calidad de vida de cada uno de nosotros. Esto significa que, en los seminarios, aun cuando se habla mucho del cultivo de la vida interior, probablemente no se nos ha enseñado y no estamos enseñando a leer la interioridad personal que nos capacitará para proyectarnos y situarnos adecuadamente en la realidad.

 

1.      El horizonte sociocultural del binomio interioridad-comunión.

 

Pero ahora no queremos hablar sobre la interioridad en sí misma, sobre cómo se cultiva, sobre cómo se aprende a leerla; tampoco abordaremos el modo como se edifica la comunión partiendo de la formación de la interioridad.

 

No se trata entonces en este momento de profundizar en los rasgos de la madurez humana del presbítero; o de profundizar en el binomio interioridad-comunión; la gran cuestión hoy es reflexionar sobre las condiciones de posibilidad que favorecen u obstaculizan los procesos de la interioridad y de la comunión en la sociedad que nos está tocando vivir y en la que como presbíteros estamos inmersos; condiciones sin las cuales entraremos en un proceso de gradual exteriorización y, por tanto, por un proceso de disolución de los vínculos valiosos y de calidad que forjan la comunión, comprometiendo el progreso de la madurez humana y, en último término, sumergiéndonos en las dinámicas socioculturales actuales y haciendo que el ministerio sacerdotal y la Iglesia pierdan su dimensión profética y significativa como signos humildes de la presencia del Reino de Dios en el mundo.

 

¿Qué queremos decir con esto? La madurez humana del presbítero exige que se haga cargo de su interioridad para que sane y renueve su modo de sentir, de verse a sí mismo, de ver a los demás, de situarse en la realidad de manera más consciente y libre para vivir en el sentido de la donación haciendo suyos los sentimientos de Jesús el Buen Pastor y ser constructor de comunión en estos tiempos convulsos y violentos que estamos viviendo.

 

Pero el trabajo y el cultivo de la interioridad, en una dinámica educativa-formativa, que pone las bases para que el presbítero sea verdaderamente “hombre de comunión”, se sitúan dentro de un horizonte más amplio que el exclusivamente personal. Debemos entender que el binomio interioridad-comunión se configura en el horizonte social; es decir, no depende exclusivamente del sujeto de la formación, es decir, del seminarista o del sacerdote; el binomio interioridad-comunión no puede pensarse ni actuarse al margen del contexto sociocultural; éste lo condiciona positiva o negativamente. Hoy podemos decir que el contexto actual sociocultural presenta mayores dificultades no sólo para su comprensión sino para su asumirlo en un proceso educativo y formativo en la vida personal y eclesial tanto dentro del seminario como al interior de la vida del presbiterio.

 

En pocas palabras hoy es más difícil comprender lo que significa interioridad y comunión, porque la estructura social y cultural nos están llevando por una dinámica completamente contraria: en lugar de la interioridad, somos empujados y manipulados hacia la exterioridad; en lugar de la comunión, somos sutilmente manipulados a encerrarnos en nuestro propio individualismo en el estrecho límite del yo bajo la dinámica exacerbada de la búsqueda de la felicidad a toda costa.

 

Lo que social y culturalmente estamos viviendo es una crisis y un proceso de disolución de las condiciones adecuadas que favorecen en todo sujeto humano el cultivo de su interioridad y, por ende, el desgaste de los cimientos sobre los que se edifica la verdadera comunión, la comunidad, la fraternidad. Por esto, hoy corremos el riesgo de no avanzar en nuestra madurez humana y en la edificación de la comunión por más que sea una preocupación real en cada uno porque el contexto sociocultural está minando y cancelando la posibilidad de conectar con nuestra interioridad y, por ende, de poder tejer la comunión.

 

2.      Algunas características del horizonte sociocultural en que estamos inmersos. Hacia una toma de conciencia.

 

a.       La manipulación emocional, la digitalización y pantallización de nuestras vidas: el encerramiento en el yo.

 

Vivimos un contexto social y cultural donde se nos ha introyectado el status quo; es decir, se nos ha hecho creer que la realidad es de un determinado modo y que nada podemos hacer por cambiarla. Nos hemos estado adaptando a la realidad, así como la percibimos; mejor, así como quieren que la percibamos sin ver posibilidad de cambio, aunque sea mínimo. Estamos sometidos a lo que hoy se llama la “manipulación emocional”. La sociedad económica, consumista y digital actúan de tal modo sobre nuestra inteligencia, sobre nuestra imaginación y sobre nuestros sentidos que se está cancelando la capacidad para abordar con reflexión y compromiso activo las problemáticas eclesiales y sociales[6].

 

Este contexto social y cultural incide sobre el modo como percibimos y vivimos nuestra experiencia eclesial; es significativo que en muchos ambientes eclesiales en general y, de modo particular, en muchos ambientes sacerdotales vivimos, sin percatarnos, en una dinámica inercial que nos está generando una manera de pensar sin ser muy conscientes de ello: “ya no hay nada que hacer”; “aunque nos empeñemos todo seguirá igual”; aparece así interna y sutilmente una insatisfacción, un disgusto, un desgano, una frustración frente a la realidad. El “yo” y el “nosotros” quedan anulados porque se está instalando la convicción de que ya no está en nuestras manos hacer algo para generar un cambio positivo y esperanzador, sea personal o comunitariamente. Se está instalando un estado colectivo que se ha llamado “condición póstuma” o “cancelación del futuro”[7]; es decir, cuando miramos hacia adelante pensando en cada uno, en la Iglesia o en la sociedad ya no vemos claro; ya no sabemos qué desear; ya no sabemos qué hacer; es casi imposible pensar el futuro de una mejor manera puesto que se está cancelando la utopía y la capacidad de soñar y desear lo bueno, lo verdadero, lo justo.

 

Pensemos en la crisis eclesial y vocacional; pensemos en nuestro ministerio: casi como sin querer acogerlo, nos viene el mal pensamiento sobre si es todavía relevante. ¿Hemos pensado si, como Iglesia, tenemos capacidad para generar un cambio en la realidad? ¿Nos hemos planteado la pregunta si, como presbíteros, podemos hacer algo para que la Iglesia sea más evangélica? Pensemos en las actitudes ante el sínodo de la sinodalidad; hay quienes afirman: “si ni el Concilio Vaticano II cambió las cosas, si ni siquiera generó lo que se esperaba, menos esto que está intentando el papa”.

 

Precisamente, la penetración de las nuevas tecnologías de la comunicación; el avasallante proceso de digitalización de la vida a través de las redes sociales que nos han estado atrapando están generando un proceso de digitalización de nuestros pensamientos, deseos y elecciones bajo apariencia de realismo, lo cual alimenta la actitud de desencanto y desaliento frente a la realidad. Carlos Javier González Serrano habla de una “emotiocracia”, es decir, de esa “silenciosa dominación de nuestras emociones”[8] que, sin percatarnos, adapta y moldea nuestra capacidad de pensar, desear y elegir al estilo de vida consumista y exhibicionista del sistema económico cuyo aparato reproductor de estereotipos son hoy por hoy las redes sociales.

Los seminaristas y los sacerdotes, como la inmensa mayoría de la población que tiene en su mano un teléfono inteligente, están expuestos a “creer que cuanto vivimos en nuestros dispositivos es lo único existente y, aún más, lo único valorable”. Hoy pareciera que la esfera digital con la que conectamos a través de nuestros celulares “es nuestro reducto de libertad”, nuestro único espacio de libertad ya que ahí nos movemos y nos mostramos como deseamos y queremos. Cuando en realidad no nos damos cuenta que ahí, digitalmente, nos masificamos y, como diría Heidegger, “deseamos como se desea”, y “queremos como se quiere”.

 

Se está haciendo de nosotros “sujetos sedados” que, contradictoriamente, nos sentimos libres; aunque en realidad nos estamos sumergiendo en un mundo hecho a la medida de lo que quieren las redes. Aparece entonces la claudicación “de nuestras potencias intelectuales y se garantiza nuestra sumisión emocional generando en cada uno un proceso mimético: lo visto u oído muchas veces se considera lo normal o deseable”[9]. Nuestra existencia comienza a ser dirigida desde el entorno digital y la tecnología es el perverso instrumento por el que somos gobernados emocionalmente, haciéndonos sentir que somos libres y que estamos potenciando nuestra capacidad de autodeterminación[10], cuando en realidad estamos siendo sometidos a la visión uniformista, inmediatista, incontrolable para nosotros, del mundo digital y de las redes.

 

Por la emotiocracia estamos viviendo un proceso de domesticación de nuestras emociones, de nuestros deseos y de claudicación de nuestra capacidad de pensar, reflexionar, analizar y actuar haciendo de nosotros sujetos sedados. Perdemos entonces la capacidad de incidir sobre la realidad; ya no nos vemos a nosotros mismos como sujetos activos con capacidad de incidir en algún cambio en la realidad. Estamos literalmente siendo domesticados. Este proceso de dominación y domesticación de nuestras emociones, pensamientos y deseos nos está llevando a un encerramiento en el estrecho espacio del yo perdiendo de vista el espacio público y eclesial.

 

“En términos antropológicos, la digitalización y la pantallización de nuestras vidas encubre una nefasta consecuencia para la configuración efectiva del espacio público: se empuja a que el individuo considere que su experiencia del mundo es la auténtica realidad, la única realidad, con lo que se actúa y garantiza, por un lado, la permanente hostilidad mutua y, por otro, produce una subjetivación de la existencia, cuya validez queda supeditada a las creencias, convicciones y patrones de cada individuo, que considera cualquier disenso como una confrontación directa que atenta contra las condiciones en que se da su vida”[11].

 

Se trata entonces de la pérdida del espacio público y eclesial; de un encerramiento del yo en el espacio cerrado de las pantallas y de lo digital; en una visión unipersonal donde la visión de los otros se percibe hostil y contraria al propio yo.

 

Esto que estamos diciendo parece exagerado; pero hagamos el ejercicio de reflexionar sobre cuánto tiempo invertimos mirando a nuestra pantalla del celular: entre ver noticias; ver whastapp, ver facebook, publicar en facebook, subir la selfie, ver en instagram, publicar en instagram, etc., sea en la oficina, en la sacristía, en la sala, en el baño, en el automóvil, en la reunión de consejo de pastoral, de consejo presbiteral, en las reuniones familiares, en los ejercicios espirituales. Es un verdadero proceso de digitalización de nuestra vida, del espacio y del tiempo.

 

Este proceso de digitalización y pantallización de nuestras vidas, de sedación y manipulación emocional, de control de nuestros deseos, de adormilamiento de nuestra inteligencia y de manipulación de nuestras decisiones, está generando un encerramiento en el espacio estrecho de la propia subjetividad y, paradójicamente, también está provocando una desconexión con nuestra interioridad. Nuestra atención, nuestra mirada, nuestros deseos, nuestras emociones están completamente exteriorizadas y vinculadas a lo que vemos en la pantalla de nuestros celulares con todo lo que ello significa. ¿Cuánto de aquello que decimos desear no es sino producto de fantasías sembradas en nosotros por la cultura del mundo digital? Expectativas, posibilidades, deseos, sentimientos que nos han vendido haciéndonos sentir, artificialmente, que somos felices[12].

 

Es la supuesta felicidad ofrecida por el mundo digital. El afán de ver en internet; la manía de tomar miles de fotografías que nunca se volverán a ver; el exhibicionismo de mostrar siempre a dónde fui, el lugar que visité, la persona que encontré, la comida que preparé o comí, el automóvil que compré; el juguete que adquirí; el mensaje motivador que publiqué; el cumpleaños de mamá; el aniversario sacerdotal; la masa muscular que aumenté; los zapatos y el pantalón que estrené; la playa o el viaje que disfruté. Vivimos un proceso de masificación digital que, en realidad, aunque hagamos miles de publicaciones no nos saca de nuestra subjetividad; nos encierra más en ella, nos homogeiniza como individuos y nos modela al estilo de la sociedad tecno-económica que está configurando el ámbito social y político.

 

Si analizamos bien, nos daremos cuenta de que el proceso de pantallización y digitalización de nuestra vida al mismo tiempo que nos encierra en nuestro yo y en nuestra subjetividad nos hace perder el contacto significativo con la realidad; nos quita la capacidad de reflexionar sobre ella y nos hace renunciar a nuestra posibilidad de actuar para cambiar algo de ella. Pero, paradójicamente, la sobreexposición de nuestra realidad personal en las redes es expresión del deseo desbordado de mostrarnos, de que nos vean, de que nos quieran, de que nos abracen, aunque sea de manera virtual; es la expresión, en pocas palabras, de un individualismo que cada vez más se exacerba y del cultivo de un narcisismo que nos impide salir al encuentro de la verdadera realidad, de los otros, a la verdadera plaza pública, al verdadero espacio eclesial. Estamos inmersos en la cultura del narcisismo que no solamente nos lleva a perder el espacio público sino la historia, las raíces, haciendo que frente al futuro seamos existencias irrelevantes[13].

 

En esta lógica, cada vez más estamos asentándonos en una atmósfera que hoy se denomina “ecoansiedad”; se trata de un negativismo y pesimismo frente a la realidad y frente al futuro; ante ello nada hay que hacer. La ecoansiedad hace que la esperanza se convierta, aún para nosotros los cristianos, “en una expectativa engañosa, un apego a lo que no se puede lograr. Es un optimismo cruel […] La actual crisis de esperanza podría ser vista como la manifestación más patológica del narcisismo. Cuando la esperanza se presenta como un espejismo dañino y un apego a lo que no se puede lograr, se refuerza la tentación del enclaustramiento del yo en los espejos narcisistas de su desconsuelo que acaban reforzando la expansión de la desesperanza”[14].

 

La ecoansiedad está permeando el ambiente eclesial y, particularmente, a nuestros presbiterios. Pero nos preguntamos, ¿para qué sirve una Iglesia desesperanzada? ¿Para qué sirve un presbiterio y unos presbíteros sin esperanza en la posibilidad de que la realidad puede ser un poco mejor? ¿De qué valen unos presbíteros que ya no luchan por cambiar evangélicamente la realidad? ¿De qué sirve una Iglesia que, para sentirse segura, se encierra en sus ritos, en su doctrina, en sus dogmas, en sus tradiciones y se desvincula del compromiso con la realidad? Traigo a colación unas palabras de la oración del Papa Francisco: ¿de qué nos sirve “una Iglesia de museo, hermosa pero muda, con mucho pasado y poco futuro” que se deja “abrumar por el desencanto”?[15].

 

En todo esto hay una dispersión interior, un ofuscamiento de nuestra capacidad de introspección que nos impide buscar en nuestra interioridad lo que debemos buscar para ponerlo a la luz y así crecer y madurar humana y espiritualmente junto con los otros. Parece que están puestas las condiciones de deshumanización en nuestra cultura bajo la apariencia de normalización de la sedación y manipulación emocional. El problema es que vivimos en un ambiente que ha normalizado la desatención a la interioridad y, por tanto, la cancelación de la auténtica libertad de elección y la asfixia del discernimiento; en fin, estamos sufriendo la domesticación de nuestros deseos, encerrándonos en la obsesión por ser felices a toda costa; una felicidad que buscamos desde la trinchera de nuestro individualismo movidos por el mote publicitario de la búsqueda de la superación personal, cuando en realidad nosotros como presbíteros no buscamos el sentido de la vida desde la categoría de la felicidad, de la realización personal o el éxito personal sino desde la autotrascendencia en el amor porque esta fue la lógica que vivió Jesús nuestro Buen Pastor.

 

 

 

b.      La digitalización de la existencia: la pérdida del espacio público y eclesial.

Ante la manipulación emocional y pantallización de nuestra existencia se extiende cada vez más el riesgo de perder el espacio público y eclesial. La pregunta que surge entonces es la siguiente: a partir de este proceso de digitalización de nuestras emociones, del control de nuestros deseos y de la cancelación de nuestra posibilidad de actuar sobre la realidad, ¿cómo estamos habitando el mundo? ¿Cómo estamos habitando el espacio eclesial?

Tal parece que el espacio extramental, extrasubjetivo, que es el ámbito real en el que se desarrolla verdaderamente nuestra vida lo estamos dejando de habitar con nuestro cuerpo, con nuestros sentidos y sentimientos, con nuestra inteligencia y atención; le está siendo arrebatado a nuestra voluntad libre y, en último término, a la utopía, a la esperanza de que el mundo, a través de nuestra acción, puede ser mejor de lo que actualmente es. Es significativo que las generaciones de sacerdotes y obispos a los que se les llamaba “progresistas” parece que se han acabado[16]; y hoy existe la tentación de sentirnos seguros en el arrinconamiento de la sola “doctrina”, o usando un concepto de política, en ser conservadores o, peor aún, en ser tradicionalistas.

María Zambrano en Persona y democracia, decía que “a los seres humanos nos son posibles dos modos opuestos de vivir: pasivamente, resbalando por la existencia como si todo lo acontecido a nuestro alrededor fuera un terreno ajeno que no nos repercute, o activamente, es decir, tomando parte responsable y consciente por cuanto sucede en el escenario de nuestra existencia”[17].

Hoy por hoy, la digitalización de nuestra existencia y la desvinculación de nuestra interioridad está desarrollando en nosotros una actitud pasiva frente a la realidad, experimentando la realidad como ajena a nosotros, a nuestro pensar, a nuestra elección, a nuestro decidir y a nuestro actuar. El encerramiento en el yo, en el estrecho espacio de la propia subjetividad alimentado por el sumergirse constante en el mundo digital, instala la actitud de la indiferencia ante la realidad. La realidad ya no está ahí para ser experimentada, conocida, discernida y cambiada, porque hemos internalizado que no se puede cambiar; es más, no nos interesa cambiarla. Pensamos que no está en nuestro poder cambiarla.

La realidad que actúa sobre nosotros y que genera una ola de emociones que vienen y van, que son vivas, que nos atrapan y nos sumergen en ella, es la realidad digital; por eso somos especialistas en “scrollear”, y podemos pasar horas hasta la madrugada desplazándonos por un contenido y otro, de forma vertical y horizontal, moviendo ágilmente nuestros dedos sobre la pantalla de nuestro teléfono inteligente. Esa es la realidad que nos atrae y en la que sí podemos actuar con un “me gusta”, con un comentario “crítico”, con una opinión; subiendo una publicación. Ahí se acaba nuestra acción, en el ámbito digital. En esa realidad virtual tengo todo el dominio y todo el control. Lo que me gusta lo busco -aunque en realidad sean los algoritmos los que me presentan y me encierran en sólo aquello que “me gusta”-; lo que no me gusta, lo bloqueo, lo cancelo. En esta realidad es fácil moverse, ser visto, ser escuchado, ser reconocido; en esta realidad me es accesible disentir, opinar, debatir pensando que con eso es suficiente. Frente a las tragedias publicadas en las redes creemos que es suficiente dar un me gusta o poner una emoji de tristeza. Ahí termina nuestra intervención. Al final es sólo una ilusión.

Aristóteles hablaba de que somos animales políticos; el hombre político es el que tiene la calidad de verdadero ciudadano. Es el individuo que se inserta en la polis. Es el individuo que se interesa por la plaza pública, por el espacio público. Es el individuo que en el espacio público encuentra al otro y en el encuentro dialógico procura la transformación de la realidad, el cambio social para bien. Afirmaba Aristóteles: “no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al hombre político, que es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o colectivamente, de los intereses comunes”[18]. Yo me pregunto, ¿hoy como presbíteros nos concebimos, desde nuestro ministerio, como seres políticos en sentido aristotélico? ¿O el nuestro es un ministerio abstraído de la realidad social limitado al estrecho ámbito de nuestro yo, o del sólo espacio ritual o del sólo edificio parroquial? ¿O acaso estamos encontrando dificultad para entendernos en el espacio público que nos está tocando vivir?

También se pregunta Aristóteles: “¿debe preferir el individuo la vida política, es decir, la participación en los negocios de la ciudad, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público?”[19]. El ciudadano que sólo se ocupa de los asuntos domésticos, de lo que acaece en su casa, y se desentiende de los proyectos e inquietudes comunes de la ciudad, incurre en un error de percepción, pues la casa, nuestra propia casa, se inscribe en un escenario que la trasciende”[20].

Debemos decirlo con claridad: el elemento comunitario y social antecede, permite y posibilita nuestra vida privada; pero este entrelazamiento entre lo individual y comunitario, entre el ciudadano y la ciudad, se está descomponiendo poco a poco de manera silenciosa e imperceptible. Y todo ello gracias a la desembocadura digital que exacerba el individualismo de la modernidad. Y esta descomposición está afectando también en la Iglesia en la relación entre lo individual y lo eclesial, es decir, en la disolución del espacio del encuentro de la asamblea, de la comunidad; no sólo de la comunidad diocesana, sino de la comunidad presbiteral.

En este horizonte por tanto es fácil entender el proceso de disolución silenciosa del espacio y del sentido comunitario de la Iglesia. Y, contradictoriamente, somos los ministros consagrados los que no nos estamos percatando de este proceso de desgaste social y eclesial acelerado por la digitalización y pantallización de nuestra existencia; por el contrario, y paradójicamente, los presbíteros estamos siendo atrapados por la manipulación emocional y por su consiguiente proceso de sedación; estamos alimentando este mismo proceso de disolución de lo público y de lo eclesial, del espacio del encuentro donde se teje la verdadera comunión. Al contrario, estamos siendo atrapados por la idioticracia[21] que nos ancla al yo y a su presente, borrando el pasado y cancelando la apertura esperanzada al futuro.

Por eso, y en línea con lo que decía Aristóteles, estamos sumergiéndonos y formando parte de una masa de idiotas. Idiota viene del griego idiotés que hace referencia al individuo que en su privacidad se mantiene al margen de la vida pública y se desinteresa de los asuntos de la comunidad; en este sentido, idiota es el inútil para la comunidad; es el egocéntrico, el indiferente a los demás. Idios, en griego es lo propio; es el self, en inglés, “sí mismo”; que se puede traducir como “auto”, referido a sí mismo. La selfie es entonces la “autofoto”, el “autorretrato”.

“Las selfies son […] una de las tipologías fotográficas más pobres: habitualmente con el rostro en el centro, afectado por la deformación típica del gran angular de la cámara del smartphone, casi siempre con una mueca sonriente o adoptando algún gesto que trata de irradiar estilo y seducción”. La selfie gobierna las redes sociales y construye nuestra imagen del mundo y la imagen de nosotros mismos; una imagen tal que sólo cobra sentido gracias a su difusión; existimos entonces gracias a la naturaleza de su propagación y a la necesidad de ser compartida. Ahora se dice: “me autofotografío, luego existo” [22].

La cultura de la selfie por tanto, estrecha el espacio público y eclesial al “sí mismo” y sólo para el “sí mismo”. Lo relevante de la realidad queda solamente dentro de los márgenes estrechos de la selfie; todo el ámbito fuera de la lente del teléfono inteligente, no existe, no interesa, no es relevante.

En estos términos, el espacio público y eclesial que es el espacio del verdadero encuentro; el espacio donde se cruzan las miradas, donde se tocan los cuerpos, donde se expresan y acogen los afectos y los sentimientos de unos y otros; el espacio donde brotan las diferencias, donde se acalora el debate, donde se suscita el diálogo, donde se busca la reconciliación y la aceptación; este espacio real y objetivo se vacía de presencia y, por tanto, de reto y de riesgo; de aventura y de esperanza. Nos sentimos más seguros en el espacio digital; por ello le dedicamos mucho tiempo a contemplarlo.

 

 

3.      Hacia una recuperación de las condiciones de posibilidad de la interioridad y de la comunión.

 

a.       Somos carne y desde la carne nos encontramos realmente: nuestro cuerpo.

 

La digitalización y pantallización de nuestra existencia nos está atrapando, decíamos, en una idioticracia que exacerba la personalidad narcisista y nos orienta a perder el espacio público y eclesial. El narcisismo genera entonces una “atomización o segregación del sujeto” que, como resultado, le hace cada vez más imposible “comunicar intersubjetivamente la propia experiencia del mundo y los propios sentimientos”. Se ponen las bases de la hostilidad mutua; de la competitividad y del avasallamiento mutuo acompañado de una creciente sensación de incomunicación, soledad, aislamiento[23].

 

Empieza de este modo la duda existencial; del propio lugar en el mundo; duda de la pertinencia de la propia vida y vocación; en último término, del sentido de la vida. Al final de cuentas, la persona narcisista es una persona insegura que carga a los demás sus vacilaciones y desequilibrios; por eso requiere y exige la atención de los otros a toda costa, aunque ese otro no exista en realidad tal y como él se lo imagina[24].

 

Las redes sociales están generando una imagen agigantada de nosotros mismos y, por lo tanto, irreal. La digitalización de nuestra existencia nos impide mostrarnos como realmente somos; nos mantienen en las apariencias o en aquello que anhelamos que los otros vean de nosotros, aunque no corresponda con lo que realmente somos. Debemos más bien emprender la experiencia del “caballero de la armadura oxidada”[25]: quitarnos la armadura oxidada que nos impide abrirnos al mundo y conocernos realmente a nosotros mismos; se trata de percatarnos de las barreras emocionales en las que estamos encerrados y dentro del perímetro de las cuales hemos construido nuestra vida.

Hoy está generándose entre nosotros el temor de mostrarnos realmente como somos; pareciera que requerimos siempre de las apariencias para relacionarnos desde ellas; la pantallización y digitalización de nuestra vida refuerza este temor: tememos que los otros nos conozcan como lo que realmente somos; tememos mostrarnos desde nuestra fragilidad. Por ello, se comprende que el clericalismo tiene siempre un ingrediente de narcisismo y, por tanto, es la expresión de un temor oculto que se cancela aparentemente con el abuso de poder y con la apariencia inconsciente.

Hoy debemos empezar a tomar conciencia que nuestro modo de relacionarnos con el mundo y con los otros es mediante nuestro cuerpo. Y nuestro cuerpo que es carne es la única manera auténtica de relacionarnos con otros cuerpos. El espacio público y eclesial se habita con el cuerpo, mediante el cuerpo; no hay otra forma. Hay quien dijo que somos un “almario”: “nuestra carne sufriente, enfermiza y sujeta a los achaques que nos propina el discurrir temporal también puede celebrarse porque no es sólo carne, también es habitáculo de lo sagrado”. El espacio público y eclesial, que es el espacio real, es el “lugar de encuentro con otros cuerpos”. Es así como «lo sagrado» hace acto de presencia: en el encuentro de varios cuerpos que comparten la misma coyuntura existencial y vivencial[26]. La realidad de nuestros cuerpos es la evidencia de nuestra fragilidad y nuestra necesidad como seres humanos; y cada uno va siendo testigo de cómo en su cuerpo se experimenta cada día el límite, pero límite superado por lo sagrado que en él se revela: la insondable interioridad de la persona que somos cada uno de nosotros.

Hoy debemos comenzar a atrevernos a superar las barreras que hemos ido levantando entre nosotros presbíteros; dejemos de lado la apariencia; seamos capaces de quitarnos la armadura oxidada y atrevámonos a vernos, aceptarnos, acogernos y amarnos desde nuestro propio límite. Cada uno somos personas que en la propia corporalidad nos mostramos en y desde nuestra limitación y necesidad. Esta es nuestra verdad existencial que la digitalización de la vida busca ofuscar, ocultar y cancelar.

Se ha dicho que el cuerpo, si tiene hambre, “come y se harta, pero el alma tiene necesidades insaciables. Aunque sin el cuerpo ni se come ni se puede rezar”[27]. Por tanto, los más grandes anhelos e ideales; las más grandes cualidades y capacidades personales no pueden obviar la realidad de la propia contingencia corporal. Nuestra corporalidad nos obliga a ser realmente humildes.

Cada uno de nosotros debemos avanzar con el peso y las dificultades de nuestra propia existencia. Y hoy somos más conscientes que desde que somos engendrados, desde nuestra niñez, llevamos ya una carga. Debemos pues prestar atención a nuestro cuerpo como la casa que habitamos y que nos sitúa en el espacio público y eclesial y que nos coloca en el radio existencial de los cuerpos de los otros. El cuerpo es el “elemento compartido indispensable de nuestra vida” que nos “genera una sensación personal y subjetiva”, pero además produce y “guarda efectos comunitarios y sociales”[28].

El cuerpo es “intersubjetivo” por esencia desde el momento que es engendrado. “Es el receptáculo de impresiones, sensaciones y emociones, pero nada de lo que en él sucede queda encerrado en la esfera privada del individuo”[29]. Por eso la muerte de cada uno genera un vacío en el mundo que nadie lo puede sustituir; por eso la muerte del otro duele, no es indiferente por más que queramos ser indiferentes.

Es necesario que hoy hagamos un ejercicio de toma de conciencia, un acto de valentía para dejarnos sentir como lo que somos desde la propia realidad corporal frágil y necesitada que nos sitúa dentro de un espacio en el mundo y en la posibilidad real del contacto con los demás; es necesario ser audaces para permitirnos sentir la presencia corporal de los otros en su propio límite y necesidad para que abramos el espacio del encuentro; un espacio también limitado, habitado por cuerpos afectados siempre por el paso del tiempo, de las preocupaciones, de las esperanzas, de los anhelos, de los sinsabores, del cansancio, de la enfermedad. Un espacio eclesial habitado por personas en cuyos cuerpos se revela la necesidad del encuentro, de la acogida, de la aceptación, del abrazo, de la comprensión.

“Sin ningún cuerpo no hay ningún espíritu, alma o psiqué que pueda hablar” de sí. Nuestro espíritu cuenta porque se cuenta desde un cuerpo. Porque padece o goza, se daña o se deleita, enferma o sana, porque nace, agoniza y finalmente sucumbe. Por ello, “el cuerpo se inscribe […] y se manifiesta en y desde la ciudad”[30]. Por eso el espacio eclesial sólo se vive plenamente en la acogida de lo sagrado que se revela en la pequeñez de nuestra corporalidad.

Esta reflexión lejos de ser académica nos hace pensar que no podemos vivenciarnos realmente ni mostrarnos auténticamente desde y a través del mundo digital y desde las pantallas. Éstas anulan nuestra corporalidad y cancelan, si se exacerban y si nos dominan, la posibilidad del encuentro real. Además, la presente reflexión nos lleva a considerar que no podemos mostrarnos a los demás sólo desde aquello que consideramos lo más valioso de nosotros queriendo hacernos valer desde ello: desde dnuestras capacidades intelectuales; desde nuestras habilidades organizativas y pastorales por más ricas que sean o desde el puesto o el rol que desempeñamos: obispo, párroco, rector, juez eclesiástico, vicario general o de pastoral, en fin; si somos conscientes de nuestra corporalidad y queremos asumirla  y vivir realmente desde ella, entraremos en una dinámica de autenticidad porque todos sabemos que desde siempre nuestro cuerpo, nuestro almario, es recuerdo y expresión de nuestra grandeza y, al mismo tiempo, de nuestra fragilidad hasta que dejará de habitar este mundo. Lo valioso entonces que llevaremos con nosotros más allá de nuestra muerte será la multiplicidad de relaciones bellas, significativas y valiosas que hemos tejido con los otros desde nuestra corporalidad y limitación y de lo que con los otros hemos construido y aportado al mundo para que sea mejor.

Superemos la falsa seguridad de la homogeneidad que nos ofrecen las redes y el mundo digital; y asumamos el riesgo que somos como seres corporales: asumamos nuestra frontera; porque nuestro cuerpo es frontera, es decir, posibilidad de contacto con lo diferente que se toca; impone mi límite dentro del radio que me corresponde y posibilita la apertura con el otro desde mi propio límite; me abre el límite del otro, al cual acojo y respeto. La frontera dice entonces límite y apertura a lo diferente; cercanía y separación; un límite que siempre implica riesgos que vale la pena afrontar. La otra alternativa es la del “solipsismo emocional” que alberga el peligro de desatender la inevitable intersubjetividad en la que nuestros cuerpos viven y cohabitan en el escenario del mundo.

Dejemos de vernos, como presbíteros, desde nuestra interioridad blindada; dejemos de vernos como adversarios, como competidores que luchan por alcanzar cada uno su felicidad, su éxito, su bienestar económico o buscando el reconocimiento social a toda costa. Dejemos de ser presbiterios beligerantes donde nos desatendemos unos de otros o donde formamos grupos de poder en pugna y en crítica constante. Dejemos nuestros antagonismos y las apariencias que falsean nuestras relaciones interpersonales. Dejemos de buscar solamente a las personas que alimentan mi ego; los únicos que consideramos que son capaces de darme la energía que creemos necesitar, desechando de antemano la apertura a otros distintos porque pienso que son demasiado distintos a mí. Dejemos de acercarnos solamente y en exclusiva a quienes decimos que nos entienden y nos compadecen rompiendo de este modo el ámbito estrecho de la búsqueda de nosotros mismos y de nuestra tan anhelada felicidad. Todos, todos, todos, somos presencias corporales limitadas, necesitadas en algún momento de atención, de comprensión, de cobijo, de abrazo. Si nos comprendemos y vivimos desde la realidad de nuestro cuerpo, entonces comenzaremos a habitar el espacio público y eclesial; comenzaremos a humanizar ese espacio y el tejido formado por nuestros cuerpos y recuperaremos el anhelo de hacer algo porque este mundo sea mejor. Mi cuerpo y el cuerpo de los otros siempre necesitarán cobijo. Nadie puede vivir al desnudo por el resto de sus vidas sin necesitar que alguien le ofrezca una manta, por humilde que sea, para cubrirse y sentirse seguro. 

b.      Hacia la recuperación del espacio público y eclesial: desconectarnos y despantallizarnos para recuperar la interioridad y ser agentes de comunión.

La esencia del ministerio que hace presente a Cristo en la Iglesia y en el mundo se realiza en plenitud cuando somos verdaderos agentes de la comunión. Afirma PDV: “no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia” y continúa diciendo: “la eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo. La referencia a la Iglesia [como comunión] es pues necesaria […] en la definición de la identidad del presbítero”[31].

Esta comunión tiene su origen en la comunión trinitaria; es su fuente última. Pero además debemos decir que la intersubjetividad en la que el hombre está llamado a realizarse hoy y siempre y que nos lleva a pensarnos y vivirnos no desde el “yo” sino desde el “nosotros” como urdimbre de solidaridad y de responsabilidad de unos por otros, lleva ya la marca del Dios trinitario; no hay otro camino de realización y salvación más que en comunidad, como fraternidad, como pueblo, como Iglesia.

Recuperemos y comencemos a rehacer hoy la capacidad de caminar juntos de manera sinodal. Empecemos reseteándonos para configurar nuestra mente y nuestro corazón bajo este horizonte comunitario y comenzar a ser tejedores de comunión, de Iglesia. Comencemos a habitar el espacio de la Iglesia bajo un nuevo impulso renovado de la fraternidad y la amistad social[32] y comunional porque en efecto “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”[33].

Esta disposición a la comunión exige “despantallizarnos”; liberarnos de la “manipulación emocional” tomando la decisión de “poner una distancia” entre nosotros y el teléfono inteligente; entre nosotros y el exceso de redes sociales y de internet. Exige aprender a desconectarnos de los dispositivos electrónicos para conectar con la realidad, con las personas de carne y hueso, para comenzar a sentir a los otros en su corporalidad, en su realidad frágil y necesitada como la nuestra. Implica la audacia de vivir y de actuar contraculturalmente para romper los paradigmas homogeneizantes de la cultura digital.

Recordemos las hermosas palabras de la plegaria eucarística IV para diversas necesidades titulada Jesús, que pasó la vida haciendo el bien: “Abre nuestros ojos para que conozcamos las necesidades de los hermanos; inspíranos las palabras y las obras oportunas para confortar a los que están cansados y agobiados; haz que podamos servirlos con sinceridad, siguiendo el ejemplo y el mandato de Cristo. Que tu Iglesia sea un vivo testimonio de verdad y libertad, de paz y justicia, para que todos los hombres se animen con una nueva esperanza.

Hoy tenemos la oportunidad, si somos conscientes de la manipulación digital y de la pantallización de la vida, de tomar conciencia de nuestra esencial condición corporal frágil y necesitada de cuidado mutuo, sabedores de ser testigos del Verbo que asumió nuestra carne para hacerse cercano a nosotros; si hacemos así, entonces podremos entrar en una dinámica nueva, contracultural, siendo verdaderos profetas de cercanía, de comunión y de recuperación de los vínculos sociales y comunitarios. El reto es grande y parece que nos supera; sin embargo, será necesario afrontarlo si queremos ser en este siglo, una Iglesia verdaderamente significativa y relevante para el mundo de hoy.

Vivimos en una sociedad donde reina lo superfluo, lo insignificante y la asfixiante experiencia de lo homogéneo; hemos sido agotados y extenuados cognitiva y emocionalmente, encapsulando nuestro yo en un mundo lleno de estímulos y del cual no logramos escuchar sus necesidades auténticas, y las nuestras. “Quedamos mudos para nosotros mismos y somos condenados a una hostigadora incomunicación, a pesar de vivir en una hiperconexión, que sin embargo nos conecta como masa y no como individuos”[34].

¿Qué hacer frente a este avasallamiento digital? ¿Cómo recuperar la atención a la propia interioridad para saber leerla, interpretarla y expresarla? ¿Cómo empezar a tejer, partiendo desde la atención a la interioridad, la comunión? ¿Cómo recuperar la conciencia y vivencia de nuestra condición corporal y asumir nuestra realidad personal desde esa dimensión esencial, constitutiva e irrenunciable abriéndonos al contacto con los otros en su corporalidad?

El camino del sentido de vida personal y común está en riesgo por la “narcotización de nuestra compasión y empatía”; por la manera como se nos está llevando a conectar con la realidad, es decir, “como asépticos y despreocupados espectadores”; también nosotros como pastores estamos emprendiendo el camino de inmutabilidad frente al dolor y el sufrimiento, de no “tomar conciencia frente a la situación”[35].

¿Qué hacer entonces?:

1.       Recuperemos de manera activa no sólo reactiva nuestro presente[36]. Es decir, nosotros sacerdotes empecemos a asumir un actuar más consciente, responsable y autónomo respecto de la pantallización y digitalización de la vida; establezcamos distancia respecto de ello y seamos conscientes de la realidad actual, de sus dinámicas y procesos y asumamos un compromiso frente a ella. ¿Qué podemos aportar como presbíteros a esta realidad social y eclesial? ¿Qué dinámicas antropológicas, psicológicas y existenciales podemos impulsar para reconectar con la realidad auténtica, con las personas de carne y hueso? Se trata de recuperar la conciencia del presente aclarando nuestra mirada del futuro y decidirnos por hacernos cargo de ambos.

2.       Desarrollemos la capacidad de leer e interpretar nuestra interioridad: nuestras emociones y sentimientos; nuestros traumas y complejos; nuestras potencialidades y bloqueos; démonos la oportunidad de conocer nuestro verdadero yo que se revela en el modo como sentimos el mundo y sentimos a los otros; recordemos que antes de ser razón somos sentimiento. Seamos capaces de identificar y leer nuestra ansiedad, nuestro estrés; de identificar tal vez nuestros trastornos de personalidad depresivos, límite de la personalidad, paranoide, si acaso los hubiera.

3.       Reconstruyamos nuestros deseos; es decir, ese estado emocional y psicológico que es atraído por lo realmente valioso, bueno y significativo. El deseo que frente a la verdad, a lo bueno, a lo justo, frente a la necesidad que vale la pena tener en cuenta suscita motivación, fortaleza, dirección, decisión y objetivo. Recuperemos los deseos a nivel emocional, intelectual y espiritual atraídos por lo que agrada a Dios. Analicemos dónde están nuestros deseos. Promovamos deseos que suscitan la atención y la capacidad de elegir, de decidir y de aprender vinculándonos de manera más efectiva a la realidad.

4.       Recuperemos la interioridad espiritual: el silencio sagrado y orante; pidamos el don de la nostalgia por Dios; la oración personal y litúrgica vividas con atención; recuperemos la dirección y el discernimiento espiritual; la meditación atenta de la Palabra.

5.       Vivamos un “salutífero pesimismo” que consiste en “cobrar conciencia del mal en todas sus formas y en entregarnos a la realidad en su compleja pluralidad. Sólo asumiendo y constatando la existencia del mal y nuestra condición de náufragos en el a veces inhóspito terreno de la existencia, podremos obtener una conciencia libre de engaños, es decir, cabal y responsabilizada por cuanto ocurre”[37]. Se trata de un sano pesimismo. La observación rigurosa de la realidad suscita un valor moral porque cuestiona e invita al compromiso; hoy debemos aprender a mirar las cosas humanas conectando verdaderamente con ellas[38].

6.       Aboguemos por “la importancia e irremplazabilidad del diálogo entre iguales” y distintos; descubramos la “urgente necesidad de mirarnos unos a otros, de manera que seamos capaces de compartir nuestras experiencias de dolor e inquietud, pero también de alegrías y satisfacciones, para trazar un análisis cercano, aterrizado y antropológicamente fidedigno del escenario en que vivimos”. Se trata entonces de tomar conciencia de la materialidad de los males presentes para que trabajemos para mejorar la condiciones materiales y morales del mundo y no causar más sufrimiento del que ya existe[39].

7.       Recuperemos la auténtica esperanza, siendo conscientes de la ecoansiedad, del pesimismo y negativismo del ambiente, recuperando y sanando nuestro deseo y nuestras emociones; afilando nuestra inteligencia y fortaleciendo la capacidad de decisión en orden a lo bello, a lo justo, a aquello por lo que vale la pena vivir y morir; sabiendo que podemos hacer algo porque este mundo sea mejor comprometiéndonos política y proféticamente. Desarrollemos entonces la “capacidad de con-movernos” solidariamente suscitando la corresponsabilidad por lo que sucede en la sociedad, en nuestras comunidades, en “nuestro escenario compartido”[40], superando la indiferencia y falta de compromiso.

8.       Si hacemos así, podemos despertar la capacidad y posibilidad de vivir desde el horizonte del nosotros; empecemos a desear construir “un nosotros sosteniéndonos y respaldándonos”, empezando cada uno de nosotros a sostener y respaldar a otros; hoy ya no pensemos solamente en “¿qué hay de lo mío?”; apostemos con determinación por un “¿qué hay de lo nuestro?” [41].

9.       Frente al malestar social y eclesial, apostemos por construir un bienestar común construido con nuestras propias manos y las manos de los otros; con nuestras capacidades y nuestros límites; viéndonos y comprendiéndonos mutuamente desde lo sagrado que se asoma en la fragilidad de nuestros cuerpos.

10.   Recuperemos así el espacio público y eclesial. Apostemos por una presencia real, corporal, sensible, emocional, intelectual, decisional consciente y responsablemente para que sin armaduras oxidadas nos abramos a los otros desde la conciencia de una interioridad personal más transparente y saludable y desde una vivencia de la propia corporalidad, poniendo las bases de la construcción de una comunión más real y profunda que acoge al otro en la grandeza y límite de su corporalidad.

Encaminándonos hacia el final, hago referencia a John Banville (1945), escritor irlandés, en una crítica a la Nobel de literatura, la surcoreana Hang Kang (1970)[42], quien dijo que no celebraría el premio mientras muera mucha gente en las guerras. Ante esto, Banville afirmó: “esto es idiota e infantil”. Y continuó diciendo: “los artistas tienen la responsabilidad de ser responsables en el mundo y no hacer declaraciones estúpidas, no ser infantiles ni ser indulgentes consigo mismos. [Los artistas] somos seres humanos comunes y corrientes como todos los demás, pero representamos un gran proyecto humano que es un proyecto de arte y nos corresponde a nosotros mantenerlo […] Los escritores no tienen que ser solemnes, pero sí que ser serios”[43].

Estas palabras de Banville nos hace pensar en la grave responsabilidad de nuestra vocación para no banalizarla; parafraseando a Banville debemos decir: los sacerdotes tenemos la grave responsabilidad de ser responsables en el mundo; no ser indulgentes con nosotros mismos; somos seres humanos comunes y corrientes como todos los demás, pero representamos y hacemos presente con la Iglesia y en la Iglesia y en el mundo un gran proyecto, el proyecto de Dios, el proyecto del Reino, de quien la Iglesia es germen y experiencia de comunión armónica en la diversidad. Ante esto, seamos serios por favor porque tal vez lo olvidamos con frecuencia.

Conclusión

La realidad humana queda expresada en su verdad más profunda en el acontecimiento del Verbo Encarnado que asumió nuestra carne para hacerse cercano a todos; en su carne frágil nos hizo patente la cercanía del amor humilde y misericordioso del Padre. El Verbo, lejos de quedar desfigurado en el cuerpo de Jesús, mostró, encarnándose, que la Trinidad tiene una interioridad profundísima en la que se revela la igualdad, la diferencia y la transparencia del amor; una interioridad que, precisamente rica en el amor, ha querido comunicarlo libremente a la humanidad; y para ello la carne de Jesús es la expresión más bella, por su fragilidad, de que el amor de Dios realmente no sólo se ha hecho cercano, sino que ha asumido todo lo humano. De este modo, el Verbo hecho hombre ha formado realmente comunidad con todos los hombres y mujeres.

El acontecimiento de la Encarnación, visto desde esta perspectiva, tiene mucho qué decir en este tiempo en que la corporalidad, expresión humilde de lo más sacro que somos cada uno de nosotros, está siendo velada por la digitalización; por tanto, la Encarnación del Hijo de Dios nos recuerda que no hay otra forma de manifestar la cercanía sino por los vínculos intersubjetivos que expresa de por sí nuestro cuerpo y no por la pantallización de la vida humana.

Termino haciendo referencia a un diálogo ficticio entre Alejandro VI (papa Borgia) y Miguel Ángel Buonarroti al presentarle este al papa la talla de su Cristo Desnudo:

Papa Alejandro VI: “¿Cómo creaste algo tan divino?”

Miguel Ángel: “Estamos tan distantes de Cristo ahora. En 1500 años se convirtió en sólo una idea. Necesito saber que Jesús también fue de carne: que tenía una cabeza y un corazón; un pene y un trasero; que su lengua podía probar uvas y sus dientes sentir el dolor; sus manos tal vez encallecidas cuando acariciaron otra piel. Dios creó el cuerpo humano […] estamos obligados a celebrar tan extraordinaria creación”[44].

     


Crucifijo del Santo Espíritu, de Miguel Ángel Buonarroti, 1492-1493. Madera policromada, 139 cms de alto y 135 cms de ancho.
Crucifijo del Santo Espíritu, de Miguel Ángel Buonarroti, 1492-1493. Madera policromada, 139 cms de alto y 135 cms de ancho.

 

Bibliografía

 

Banville pide retirar el Nobel a Han Kang por no celebrarlo; ‘Es idiota e infantil”. Recuperado el 16 de octubre de 2024 de Https://www.msn.com/es

Cencini A., Los sentimientos del Hijo, Sígueme, Salamanca, 2005.

Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 2013. Congregación para el Clero.

Discurso del Santo Padre Francisco, Momento de reflexión para el inicio del proceso sinodal, 9 de octubre de 2021.

Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, del Santo Padre Francisco, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 2013.

Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, de su Santidad Juan Pablo II, sobre la formación de los sacerdotes en el mundo actual, 1992.

Fisher, R., El caballero de la armadura oxidada, Ediciones Obelisco, 2008.

González Serrano, Carlos Javier, Una filosofía de la resistencia. Pensar y actuar: contra la manipulación emocional, Destino, Barcelona, 2024.

Lumen Gentium. Constitución dogmática sobre la Iglesia, 1964.

Luri, Gregorio, Prohibido repetir. Una propuesta apasionada para salvar la escuela, Rosamerón, España, 2024.

Padilla, Javier; Carmona, Marta, Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, Capitán Swing, 2022.

Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis. Congregación para el Clero, 2016

Schwarz, M., Moravec, P., (Productores ejecutivos). Borgia [Serie de televisión]. Producciones Atlantique; EOS Entertaiment. (2011-2014).

 

 

 

 

 

 

 

Datos personales:

Pbro. Julio Alejandro Fuentes Rodríguez, rector del Seminario Diocesano de León, Guanajuato, México. 

Licenciado en filosofía por la Universidad Gregoriana de Roma; Maestría en Ciencias Humanísticas del Tecnológico de Monterrey.

Director Espiritual en el Seminario Menor (2004-2014)

Rector del Seminario (Desde 2014 a la fecha).

Correo electrónico: gioia98@hotmail.com

Tel. celular: 52 477 266 2992


[1] Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (2016), Cap. III, “Fundamentos de la formación”; inciso d) “Para una formación de la interioridad y de la comunión” (nn. 41-43).

[2] En el texto la palabra “interior” aparece 29 veces; la palabra “interioridad” 3 veces y la palabra “corazón” referida a la interioridad aparece 30 veces. La palabra comunión aparece 24 veces.

[3] Evangelii Gaudium, nn. 93-95.

[4] Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (2013) nn.39-43. 

[5] Cencini A., Los sentimientos del Hijo, Sígueme, Salamanca, 2005, pp. 37-38.

 

[6] Cfr. González Serrano, C. J., Una filosofía de la resistencia. Pensar y actuar: contra la manipulación emocional, Destino, Barcelona, 2024, pp. 194-195.

[7] Cfr. Padilla, J.; Carmona, M., Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, Capitán Swing, 2022, p. 11.

[8] González Serrano, Carlos Javier, Una filosofía de la resistencia, p. 168.

[9] Ibid., p. 169.

[10] Ibid., p. 169-170.

[11] Ibid., p. 170-171.

[12] Ibid., p. 166. 

[13] Cfr. Luri, G., Prohibido repetir. Una propuesta apasionada para salvar la escuela, Rosamerón, España, 2024, p. 55.

[14] Cfr. Ibid., p. 56.

[15] Discurso del Papa Francisco al inicio del proceso sinodal, 9 de octubre de 2021.

[16]¿Qué queda del progresismo católico en México? De Bernardo Barranco V. En La Jornada, 23 de diciembre de 2020 [Recuperado el 3 de octubre de 2024].

[17] Citado por González Serrano, C. J., en Una filosofía de la resistencia, p. 21.

[18] Política, Libro III, Del Estado y del ciudadano, cap. III.

[19] Política, Libro IV, Teoría general de la ciudad perfecta, cap. II.

[20] González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 21-22.

[21] Ibid., p. 27.

[22] Town Sergio, El selfie nos crea y nos destruye. La sociedad no estaba preparada. [Recuperado el 7 de octubre de 2024]. cultugrafia.com  

[23] González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 69.

[24] Cfr. Ibid. p. 70.

[25] Fisher, R., El caballero de la armadura oxidada, Ediciones Obelisco, 2008.

[26] Cfr. González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 86.

[27] Ibid., p. 87.

[28] Idem.

[29] Idem.

[30] Cfr. Ibid., p. 88.

[31] PDV, 12.

[32] Sería muy importante leer y comprender bajo este horizonte que venimos desarrollando la encíclica Fratelli Tutti (2020) del papa Francisco y el camino sinodal (2021-2024) que él mismo, en estrecha relación con el Magisterio del Vaticano II, ha impulsado en la Iglesia.

[33] Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, 1.

[34] Cfr. González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 163. .

[35] Ibid., p. 200.

[36] Idem.

[37] Ibid., p. 205.

[38] Luri, Gregorio, Prohibido repetir, 2024, p. 78-79.

[39] Cfr. Ibid., p. 206-207.

[40] Ibid., p. 208.

[41] Cfr. Padilla, J; Carmona, M., Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, p. 89.

[42] Hang Kang ganó el Premio Nobel de Literatura 2024 con su obra “La Vegetariana” (Corea del Sur, 2007).

[43] “Banville pide retirar el Nobel a Han Kang por no celebrarlo; ‘Es idiota e infantil” [Recuperado el 16 de octubre de 2024]. MSN Noticias.  

[44] Schwarz, M., Moravec, P., (Productores ejecutivos). Borgia [Serie de televisión]. Producciones Atlantique; EOS Entertaiment, 2011-2014.

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