El horizonte adecuado de la formación del presbítero en la interioridad y la comunión
- Oslam Celam
- Apr 11
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Julio Alejandro Fuentes Rodríguez, pbro.
Seminario Diocesano de León
León, Gto., México
Resumen. La formación de la madurez humana del presbítero parte de su interioridad y se orienta a desarrollar y fortalecer la capacidad de generar comunión. La interioridad implica el conocimiento y la toma de conciencia de las dinámicas conscientes, subconscientes e inconscientes del mundo sentimental y afectivo de la persona y constituye el punto de partida para desarrollar y fortalecer su capacidad de generar comunión, que es el punto de llegada. Sin embargo, este binomio no pertenece exclusivamente a la dimensión individual sino que es y se configura como un hecho y experiencia social. De este modo, la puesta en marcha de la digitalización y pantallización de la vida con su consiguiente manipulación emocional está provocando una crisis y un proceso de disolución de las condiciones adecuadas que favorecen en el sujeto humano el cultivo de su interioridad y, por ende, de la construcción de la comunidad. Es necesario entonces tomar conciencia de este proceso social y cultural de digitalización para intentar recuperar las condiciones de posibilidad de una auténtica formación humana de la persona del seminarista y del sacerdote para ser capaces de establecer vínculos intersubjetivos y llegar a ser hombres de comunión. Bajo este horizonte, la Encarnación del Hijo de Dios que asumió nuestra carne es la expresión de la verdad que nos define: sólo a través de nuestro cuerpo vivimos realmente el encuentro; sin él nos ahogamos en el encerramiento del yo y nos perdemos en la apariencia y el anonimato de la digitalización.
Palabras clave. Interioridad-comunión, digitalización-pantallización, emotiocracia, ecoansiaedad, hombre político, idioticracia, espacio público y eclesial, duda existencial, cuerpo, habitar el espacio.
Preámbulo
El sentido de la formación humana del presbítero
En el capítulo III de la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (2016), se habla de los fundamentos de la formación sacerdotal, donde en el inciso b) se hace referencia a la finalidad de la formación en el seminario: forjar la identidad presbiteral; y en el inciso d) se dice expresamente que la formación debe ser “Para una formación de la interioridad y de la comunión”.
Todos sabemos que “la formación humana es el fundamento de toda la formación sacerdotal”, ¿Por qué? Porque promueve “el desarrollo integral de la persona”, permitiendo forjar “la totalidad de las dimensiones” (n. 94). Sin la suficiente base humana madura, no es posible edificar aquello que persiguen las dimensiones espiritual, intelectual y pastoral en la identidad presbiteral. De ahí la trascendencia y relevancia que tiene la atención a nuestra realidad humana entendida en la perspectiva de su proceso de maduración clara y realista en términos psicológicos y antropológicos.
Por otro lado, en el documento no hay expresamente una descripción de lo que es la formación humana, se indican más bien algunos rasgos que manifiestan la madurez humana, sintetizándola en tres aspectos: “madurez física, madurez psicoafectiva y madurez social” abrazando también el ámbito “moral” (nn. 63 y 94).
Específicamente desde el punto de vista psicoafectivo se habla de una personalidad estable, equilibrio afectivo, dominio de sí y sexualidad bien integrada.
Desde el punto de vista social y moral se refiere a una conciencia formada, persona responsable, capaz de tomar decisiones justas, juicio recto y percepción objetiva de las personas y de los acontecimientos (cfr. n. 94).
La Ratio nos ofrece entonces criterios para comprender los rasgos de la madurez humana lo cual es muy importante; sin embargo, más importante, desde el punto de vista de las condiciones posibilidad de la madurez humana, es entender su punto de partida y su punto de llegada.
El punto de partida de la madurez humana es la interioridad y su punto de llegada es la comunión[1].
Entender este binomio, interioridad-comunión, en la dinámica psico-espiritual del proceso educativo y formativo es sumamente relevante; incluso el número de veces que aparecen tales conceptos en la Ratio revela su importancia y trascendencia[2].
La formación de la interioridad se enfrenta siempre con el riesgo de reducir la formación a mera exterioridad, es decir a “mostrar una simple apariencia de hábitos virtuosos”, una “obediencia meramente exterior y formal a principios abstractos”. O lo que el Papa Francisco llama “mundanidad espiritual”, “relacionada con el cuidado de la apariencia” o por la “fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas [o en] mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones [o] en un funcionalismo empresarial”[3].
Sólo abordando el conocimiento y cultivo de la propia interioridad, será posible configurar una personalidad y una afectividad capaces de establecer vínculos adecuados y maduros que culminan en una verdadera comunión. Sólo así “el futuro presbítero tratará de desarrollar una equilibrada y madura capacidad para relacionarse con el prójimo”, “que le permita, superada toda forma de protagonismo o dependencia afectiva, ser hombre de comunión, de misión y de diálogo, capaz de entregarse con generosidad […] a favor del pueblo de Dios” (Ratio, n. 41).
El radio de la comunión abarca, según el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, la comunión con la Trinidad y con Cristo, la comunión con la Iglesia, la comunión jerárquica, comunión presbiteral y, por ende, la promoción de la “fraterna amistad sacerdotal” y la comunión con los fieles laicos[4].
Por eso en su proceso formativo, “el seminarista está llamado a salir de sí mismo, para orientar sus pasos en Cristo, hacia el Padre y hacia los demás” llegando a ser “conscientemente libres para Dios y para los demás” (Ratio, n. 29).
Y hermosamente la Ratio culmina en este punto partiendo de la afirmación de que la Iglesia es «la casa y la escuela de la comunión»; por tanto, el presbítero debe ser «el hombre de la comunión» (Ratio, n. 52).
Por tanto, interioridad y comunión son dos dinamismos esencial y estrechamente vinculados de tal manera que podemos decir que no hay condiciones para forjar la comunión si no hay un trabajo personal de la propia interioridad; es un hecho de que la calidad de nuestra capacidad relacional dependerá de la calidad del trabajo que realicemos continuamente sobre nuestra interioridad.
Hablar de la interioridad humana es hablar de la insondable realidad que nos configura desde dentro, en los niveles consciente, subconsciente e inconsciente; inicialmente desconocemos o conocemos superficialmente lo que hay en nuestro interior; por eso se afirma con toda validez que antes de ser “racionales” somos “sentimentales” y la categoría sentimiento tiene aquí un valor no sólo psicológico sino además antropológico que no hemos comprendido plenamente ni hemos sabido aplicarlo en la formación en los seminarios:
«los sentimientos -afirma el P. Cencini- manifiestan la parte más humana del yo, desvelan sus sueños y motivaciones, son a menudo instintivos e inmediatos, pasajeros y fugaces, pero también pueden ser evangelizados y ser la expresión de una conversión vital, tan estable y radical que llega hasta los ámbitos psíquicos más profundos de la persona y de su vida instintual y emotiva, tanto a nivel consciente como inconsciente […] Los sentimientos desvelan, pues, por un lado la vertiente débil del hombre, eso que a menudo ni siquiera pasa por la criba de la reflexión. Pero por otro, y justamente por eso, son la fotografía o el test más fiable de lo que es realmente el ser humano, de lo que hay en su corazón, de la profundidad de su conversión interior. Pues podemos controlar las palabras y los gestos, pero no los sentimientos, que inmediatamente nos dicen si y hasta dónde nos identificamos con el corazón de Cristo, con su pasión de amor, con su evangelio…»[5]
Muchas veces me he preguntado ¿si hemos pasado tantos años en el Seminario viviendo en comunidad, por qué nuestra experiencia de comunión y fraternidad como presbiterio es tan frágil y, lamentablemente, con frecuencia hacemos mucho por dañarla? ¿Por qué si compartimos tantos años viviendo en la misma casa-comunidad del seminario, por qué en el presbiterio asumimos conductas que directamente dañan la comunión y a la persona de tantos presbíteros?
Muy probablemente la respuesta está en que el trabajo sobre nuestra interioridad, que no es un trabajo meramente psicológico sino también espiritual, o no se realizó durante nuestra formación inicial o se llevó a cabo sólo superficialmente y después, con el paso del tiempo, ya siendo sacerdotes, hemos perdido contacto con ella asumiendo estilos de vida que nos llevan a verdaderos descuidos de nuestra vida interior y, por tanto, personal y sacerdotal.
Hoy debemos entender que el binomio interioridad-comunión expresa una condición antropológica y un dinamismo psicológico que no pueden separarse nunca. Y esto vale sobre todo para la vida y ministerio de nosotros los presbíteros. Es por ello por lo que durante toda nuestra vida debemos prestar atención a la relación dialéctico-existencial que este binomio significa en el modo como nos situamos frente a nuestra realidad personal-presbiteral, frente a la realidad eclesial y social. Podemos decir: según estemos situados en y desde nuestra interioridad, así nos entendemos, situamos y proyectamos en nuestras relaciones interpersonales y en la realidad social y eclesial.
Me atrevo a decir que en nosotros presbíteros aun cuando de muchas maneras hacemos referencia a la “interioridad” -referida en nuestro contexto a veces solamente a la vida espiritual, a la oración, incluso a la confesión- hay un déficit de atención seria a nuestra interioridad en términos psico-espirituales; incluso, todavía más, me atrevo a decir que en ciertos casos sufrimos un “analfabetismo de la interioridad” en cuanto que no sabemos leer nuestra interioridad y no sabemos expresarla, con las consecuencias que ello tiene para la calidad de vida de cada uno de nosotros. Esto significa que, en los seminarios, aun cuando se habla mucho del cultivo de la vida interior, probablemente no se nos ha enseñado y no estamos enseñando a leer la interioridad personal que nos capacitará para proyectarnos y situarnos adecuadamente en la realidad.
1. El horizonte sociocultural del binomio interioridad-comunión.
Pero ahora no queremos hablar sobre la interioridad en sí misma, sobre cómo se cultiva, sobre cómo se aprende a leerla; tampoco abordaremos el modo como se edifica la comunión partiendo de la formación de la interioridad.
No se trata entonces en este momento de profundizar en los rasgos de la madurez humana del presbítero; o de profundizar en el binomio interioridad-comunión; la gran cuestión hoy es reflexionar sobre las condiciones de posibilidad que favorecen u obstaculizan los procesos de la interioridad y de la comunión en la sociedad que nos está tocando vivir y en la que como presbíteros estamos inmersos; condiciones sin las cuales entraremos en un proceso de gradual exteriorización y, por tanto, por un proceso de disolución de los vínculos valiosos y de calidad que forjan la comunión, comprometiendo el progreso de la madurez humana y, en último término, sumergiéndonos en las dinámicas socioculturales actuales y haciendo que el ministerio sacerdotal y la Iglesia pierdan su dimensión profética y significativa como signos humildes de la presencia del Reino de Dios en el mundo.
¿Qué queremos decir con esto? La madurez humana del presbítero exige que se haga cargo de su interioridad para que sane y renueve su modo de sentir, de verse a sí mismo, de ver a los demás, de situarse en la realidad de manera más consciente y libre para vivir en el sentido de la donación haciendo suyos los sentimientos de Jesús el Buen Pastor y ser constructor de comunión en estos tiempos convulsos y violentos que estamos viviendo.
Pero el trabajo y el cultivo de la interioridad, en una dinámica educativa-formativa, que pone las bases para que el presbítero sea verdaderamente “hombre de comunión”, se sitúan dentro de un horizonte más amplio que el exclusivamente personal. Debemos entender que el binomio interioridad-comunión se configura en el horizonte social; es decir, no depende exclusivamente del sujeto de la formación, es decir, del seminarista o del sacerdote; el binomio interioridad-comunión no puede pensarse ni actuarse al margen del contexto sociocultural; éste lo condiciona positiva o negativamente. Hoy podemos decir que el contexto actual sociocultural presenta mayores dificultades no sólo para su comprensión sino para su asumirlo en un proceso educativo y formativo en la vida personal y eclesial tanto dentro del seminario como al interior de la vida del presbiterio.
En pocas palabras hoy es más difícil comprender lo que significa interioridad y comunión, porque la estructura social y cultural nos están llevando por una dinámica completamente contraria: en lugar de la interioridad, somos empujados y manipulados hacia la exterioridad; en lugar de la comunión, somos sutilmente manipulados a encerrarnos en nuestro propio individualismo en el estrecho límite del yo bajo la dinámica exacerbada de la búsqueda de la felicidad a toda costa.
Lo que social y culturalmente estamos viviendo es una crisis y un proceso de disolución de las condiciones adecuadas que favorecen en todo sujeto humano el cultivo de su interioridad y, por ende, el desgaste de los cimientos sobre los que se edifica la verdadera comunión, la comunidad, la fraternidad. Por esto, hoy corremos el riesgo de no avanzar en nuestra madurez humana y en la edificación de la comunión por más que sea una preocupación real en cada uno porque el contexto sociocultural está minando y cancelando la posibilidad de conectar con nuestra interioridad y, por ende, de poder tejer la comunión.
2. Algunas características del horizonte sociocultural en que estamos inmersos. Hacia una toma de conciencia.
a. La manipulación emocional, la digitalización y pantallización de nuestras vidas: el encerramiento en el yo.
Vivimos un contexto social y cultural donde se nos ha introyectado el status quo; es decir, se nos ha hecho creer que la realidad es de un determinado modo y que nada podemos hacer por cambiarla. Nos hemos estado adaptando a la realidad, así como la percibimos; mejor, así como quieren que la percibamos sin ver posibilidad de cambio, aunque sea mínimo. Estamos sometidos a lo que hoy se llama la “manipulación emocional”. La sociedad económica, consumista y digital actúan de tal modo sobre nuestra inteligencia, sobre nuestra imaginación y sobre nuestros sentidos que se está cancelando la capacidad para abordar con reflexión y compromiso activo las problemáticas eclesiales y sociales[6].
Este contexto social y cultural incide sobre el modo como percibimos y vivimos nuestra experiencia eclesial; es significativo que en muchos ambientes eclesiales en general y, de modo particular, en muchos ambientes sacerdotales vivimos, sin percatarnos, en una dinámica inercial que nos está generando una manera de pensar sin ser muy conscientes de ello: “ya no hay nada que hacer”; “aunque nos empeñemos todo seguirá igual”; aparece así interna y sutilmente una insatisfacción, un disgusto, un desgano, una frustración frente a la realidad. El “yo” y el “nosotros” quedan anulados porque se está instalando la convicción de que ya no está en nuestras manos hacer algo para generar un cambio positivo y esperanzador, sea personal o comunitariamente. Se está instalando un estado colectivo que se ha llamado “condición póstuma” o “cancelación del futuro”[7]; es decir, cuando miramos hacia adelante pensando en cada uno, en la Iglesia o en la sociedad ya no vemos claro; ya no sabemos qué desear; ya no sabemos qué hacer; es casi imposible pensar el futuro de una mejor manera puesto que se está cancelando la utopía y la capacidad de soñar y desear lo bueno, lo verdadero, lo justo.
Pensemos en la crisis eclesial y vocacional; pensemos en nuestro ministerio: casi como sin querer acogerlo, nos viene el mal pensamiento sobre si es todavía relevante. ¿Hemos pensado si, como Iglesia, tenemos capacidad para generar un cambio en la realidad? ¿Nos hemos planteado la pregunta si, como presbíteros, podemos hacer algo para que la Iglesia sea más evangélica? Pensemos en las actitudes ante el sínodo de la sinodalidad; hay quienes afirman: “si ni el Concilio Vaticano II cambió las cosas, si ni siquiera generó lo que se esperaba, menos esto que está intentando el papa”.
Precisamente, la penetración de las nuevas tecnologías de la comunicación; el avasallante proceso de digitalización de la vida a través de las redes sociales que nos han estado atrapando están generando un proceso de digitalización de nuestros pensamientos, deseos y elecciones bajo apariencia de realismo, lo cual alimenta la actitud de desencanto y desaliento frente a la realidad. Carlos Javier González Serrano habla de una “emotiocracia”, es decir, de esa “silenciosa dominación de nuestras emociones”[8] que, sin percatarnos, adapta y moldea nuestra capacidad de pensar, desear y elegir al estilo de vida consumista y exhibicionista del sistema económico cuyo aparato reproductor de estereotipos son hoy por hoy las redes sociales.
Los seminaristas y los sacerdotes, como la inmensa mayoría de la población que tiene en su mano un teléfono inteligente, están expuestos a “creer que cuanto vivimos en nuestros dispositivos es lo único existente y, aún más, lo único valorable”. Hoy pareciera que la esfera digital con la que conectamos a través de nuestros celulares “es nuestro reducto de libertad”, nuestro único espacio de libertad ya que ahí nos movemos y nos mostramos como deseamos y queremos. Cuando en realidad no nos damos cuenta que ahí, digitalmente, nos masificamos y, como diría Heidegger, “deseamos como se desea”, y “queremos como se quiere”.
Se está haciendo de nosotros “sujetos sedados” que, contradictoriamente, nos sentimos libres; aunque en realidad nos estamos sumergiendo en un mundo hecho a la medida de lo que quieren las redes. Aparece entonces la claudicación “de nuestras potencias intelectuales y se garantiza nuestra sumisión emocional generando en cada uno un proceso mimético: lo visto u oído muchas veces se considera lo normal o deseable”[9]. Nuestra existencia comienza a ser dirigida desde el entorno digital y la tecnología es el perverso instrumento por el que somos gobernados emocionalmente, haciéndonos sentir que somos libres y que estamos potenciando nuestra capacidad de autodeterminación[10], cuando en realidad estamos siendo sometidos a la visión uniformista, inmediatista, incontrolable para nosotros, del mundo digital y de las redes.
Por la emotiocracia estamos viviendo un proceso de domesticación de nuestras emociones, de nuestros deseos y de claudicación de nuestra capacidad de pensar, reflexionar, analizar y actuar haciendo de nosotros sujetos sedados. Perdemos entonces la capacidad de incidir sobre la realidad; ya no nos vemos a nosotros mismos como sujetos activos con capacidad de incidir en algún cambio en la realidad. Estamos literalmente siendo domesticados. Este proceso de dominación y domesticación de nuestras emociones, pensamientos y deseos nos está llevando a un encerramiento en el estrecho espacio del yo perdiendo de vista el espacio público y eclesial.
“En términos antropológicos, la digitalización y la pantallización de nuestras vidas encubre una nefasta consecuencia para la configuración efectiva del espacio público: se empuja a que el individuo considere que su experiencia del mundo es la auténtica realidad, la única realidad, con lo que se actúa y garantiza, por un lado, la permanente hostilidad mutua y, por otro, produce una subjetivación de la existencia, cuya validez queda supeditada a las creencias, convicciones y patrones de cada individuo, que considera cualquier disenso como una confrontación directa que atenta contra las condiciones en que se da su vida”[11].
Se trata entonces de la pérdida del espacio público y eclesial; de un encerramiento del yo en el espacio cerrado de las pantallas y de lo digital; en una visión unipersonal donde la visión de los otros se percibe hostil y contraria al propio yo.
Esto que estamos diciendo parece exagerado; pero hagamos el ejercicio de reflexionar sobre cuánto tiempo invertimos mirando a nuestra pantalla del celular: entre ver noticias; ver whastapp, ver facebook, publicar en facebook, subir la selfie, ver en instagram, publicar en instagram, etc., sea en la oficina, en la sacristía, en la sala, en el baño, en el automóvil, en la reunión de consejo de pastoral, de consejo presbiteral, en las reuniones familiares, en los ejercicios espirituales. Es un verdadero proceso de digitalización de nuestra vida, del espacio y del tiempo.
Este proceso de digitalización y pantallización de nuestras vidas, de sedación y manipulación emocional, de control de nuestros deseos, de adormilamiento de nuestra inteligencia y de manipulación de nuestras decisiones, está generando un encerramiento en el espacio estrecho de la propia subjetividad y, paradójicamente, también está provocando una desconexión con nuestra interioridad. Nuestra atención, nuestra mirada, nuestros deseos, nuestras emociones están completamente exteriorizadas y vinculadas a lo que vemos en la pantalla de nuestros celulares con todo lo que ello significa. ¿Cuánto de aquello que decimos desear no es sino producto de fantasías sembradas en nosotros por la cultura del mundo digital? Expectativas, posibilidades, deseos, sentimientos que nos han vendido haciéndonos sentir, artificialmente, que somos felices[12].
Es la supuesta felicidad ofrecida por el mundo digital. El afán de ver en internet; la manía de tomar miles de fotografías que nunca se volverán a ver; el exhibicionismo de mostrar siempre a dónde fui, el lugar que visité, la persona que encontré, la comida que preparé o comí, el automóvil que compré; el juguete que adquirí; el mensaje motivador que publiqué; el cumpleaños de mamá; el aniversario sacerdotal; la masa muscular que aumenté; los zapatos y el pantalón que estrené; la playa o el viaje que disfruté. Vivimos un proceso de masificación digital que, en realidad, aunque hagamos miles de publicaciones no nos saca de nuestra subjetividad; nos encierra más en ella, nos homogeiniza como individuos y nos modela al estilo de la sociedad tecno-económica que está configurando el ámbito social y político.
Si analizamos bien, nos daremos cuenta de que el proceso de pantallización y digitalización de nuestra vida al mismo tiempo que nos encierra en nuestro yo y en nuestra subjetividad nos hace perder el contacto significativo con la realidad; nos quita la capacidad de reflexionar sobre ella y nos hace renunciar a nuestra posibilidad de actuar para cambiar algo de ella. Pero, paradójicamente, la sobreexposición de nuestra realidad personal en las redes es expresión del deseo desbordado de mostrarnos, de que nos vean, de que nos quieran, de que nos abracen, aunque sea de manera virtual; es la expresión, en pocas palabras, de un individualismo que cada vez más se exacerba y del cultivo de un narcisismo que nos impide salir al encuentro de la verdadera realidad, de los otros, a la verdadera plaza pública, al verdadero espacio eclesial. Estamos inmersos en la cultura del narcisismo que no solamente nos lleva a perder el espacio público sino la historia, las raíces, haciendo que frente al futuro seamos existencias irrelevantes[13].
En esta lógica, cada vez más estamos asentándonos en una atmósfera que hoy se denomina “ecoansiedad”; se trata de un negativismo y pesimismo frente a la realidad y frente al futuro; ante ello nada hay que hacer. La ecoansiedad hace que la esperanza se convierta, aún para nosotros los cristianos, “en una expectativa engañosa, un apego a lo que no se puede lograr. Es un optimismo cruel […] La actual crisis de esperanza podría ser vista como la manifestación más patológica del narcisismo. Cuando la esperanza se presenta como un espejismo dañino y un apego a lo que no se puede lograr, se refuerza la tentación del enclaustramiento del yo en los espejos narcisistas de su desconsuelo que acaban reforzando la expansión de la desesperanza”[14].
La ecoansiedad está permeando el ambiente eclesial y, particularmente, a nuestros presbiterios. Pero nos preguntamos, ¿para qué sirve una Iglesia desesperanzada? ¿Para qué sirve un presbiterio y unos presbíteros sin esperanza en la posibilidad de que la realidad puede ser un poco mejor? ¿De qué valen unos presbíteros que ya no luchan por cambiar evangélicamente la realidad? ¿De qué sirve una Iglesia que, para sentirse segura, se encierra en sus ritos, en su doctrina, en sus dogmas, en sus tradiciones y se desvincula del compromiso con la realidad? Traigo a colación unas palabras de la oración del Papa Francisco: ¿de qué nos sirve “una Iglesia de museo, hermosa pero muda, con mucho pasado y poco futuro” que se deja “abrumar por el desencanto”?[15].
En todo esto hay una dispersión interior, un ofuscamiento de nuestra capacidad de introspección que nos impide buscar en nuestra interioridad lo que debemos buscar para ponerlo a la luz y así crecer y madurar humana y espiritualmente junto con los otros. Parece que están puestas las condiciones de deshumanización en nuestra cultura bajo la apariencia de normalización de la sedación y manipulación emocional. El problema es que vivimos en un ambiente que ha normalizado la desatención a la interioridad y, por tanto, la cancelación de la auténtica libertad de elección y la asfixia del discernimiento; en fin, estamos sufriendo la domesticación de nuestros deseos, encerrándonos en la obsesión por ser felices a toda costa; una felicidad que buscamos desde la trinchera de nuestro individualismo movidos por el mote publicitario de la búsqueda de la superación personal, cuando en realidad nosotros como presbíteros no buscamos el sentido de la vida desde la categoría de la felicidad, de la realización personal o el éxito personal sino desde la autotrascendencia en el amor porque esta fue la lógica que vivió Jesús nuestro Buen Pastor.
b. La digitalización de la existencia: la pérdida del espacio público y eclesial.
Ante la manipulación emocional y pantallización de nuestra existencia se extiende cada vez más el riesgo de perder el espacio público y eclesial. La pregunta que surge entonces es la siguiente: a partir de este proceso de digitalización de nuestras emociones, del control de nuestros deseos y de la cancelación de nuestra posibilidad de actuar sobre la realidad, ¿cómo estamos habitando el mundo? ¿Cómo estamos habitando el espacio eclesial?
Tal parece que el espacio extramental, extrasubjetivo, que es el ámbito real en el que se desarrolla verdaderamente nuestra vida lo estamos dejando de habitar con nuestro cuerpo, con nuestros sentidos y sentimientos, con nuestra inteligencia y atención; le está siendo arrebatado a nuestra voluntad libre y, en último término, a la utopía, a la esperanza de que el mundo, a través de nuestra acción, puede ser mejor de lo que actualmente es. Es significativo que las generaciones de sacerdotes y obispos a los que se les llamaba “progresistas” parece que se han acabado[16]; y hoy existe la tentación de sentirnos seguros en el arrinconamiento de la sola “doctrina”, o usando un concepto de política, en ser conservadores o, peor aún, en ser tradicionalistas.
María Zambrano en Persona y democracia, decía que “a los seres humanos nos son posibles dos modos opuestos de vivir: pasivamente, resbalando por la existencia como si todo lo acontecido a nuestro alrededor fuera un terreno ajeno que no nos repercute, o activamente, es decir, tomando parte responsable y consciente por cuanto sucede en el escenario de nuestra existencia”[17].
Hoy por hoy, la digitalización de nuestra existencia y la desvinculación de nuestra interioridad está desarrollando en nosotros una actitud pasiva frente a la realidad, experimentando la realidad como ajena a nosotros, a nuestro pensar, a nuestra elección, a nuestro decidir y a nuestro actuar. El encerramiento en el yo, en el estrecho espacio de la propia subjetividad alimentado por el sumergirse constante en el mundo digital, instala la actitud de la indiferencia ante la realidad. La realidad ya no está ahí para ser experimentada, conocida, discernida y cambiada, porque hemos internalizado que no se puede cambiar; es más, no nos interesa cambiarla. Pensamos que no está en nuestro poder cambiarla.
La realidad que actúa sobre nosotros y que genera una ola de emociones que vienen y van, que son vivas, que nos atrapan y nos sumergen en ella, es la realidad digital; por eso somos especialistas en “scrollear”, y podemos pasar horas hasta la madrugada desplazándonos por un contenido y otro, de forma vertical y horizontal, moviendo ágilmente nuestros dedos sobre la pantalla de nuestro teléfono inteligente. Esa es la realidad que nos atrae y en la que sí podemos actuar con un “me gusta”, con un comentario “crítico”, con una opinión; subiendo una publicación. Ahí se acaba nuestra acción, en el ámbito digital. En esa realidad virtual tengo todo el dominio y todo el control. Lo que me gusta lo busco -aunque en realidad sean los algoritmos los que me presentan y me encierran en sólo aquello que “me gusta”-; lo que no me gusta, lo bloqueo, lo cancelo. En esta realidad es fácil moverse, ser visto, ser escuchado, ser reconocido; en esta realidad me es accesible disentir, opinar, debatir pensando que con eso es suficiente. Frente a las tragedias publicadas en las redes creemos que es suficiente dar un me gusta o poner una emoji de tristeza. Ahí termina nuestra intervención. Al final es sólo una ilusión.
Aristóteles hablaba de que somos animales políticos; el hombre político es el que tiene la calidad de verdadero ciudadano. Es el individuo que se inserta en la polis. Es el individuo que se interesa por la plaza pública, por el espacio público. Es el individuo que en el espacio público encuentra al otro y en el encuentro dialógico procura la transformación de la realidad, el cambio social para bien. Afirmaba Aristóteles: “no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al hombre político, que es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o colectivamente, de los intereses comunes”[18]. Yo me pregunto, ¿hoy como presbíteros nos concebimos, desde nuestro ministerio, como seres políticos en sentido aristotélico? ¿O el nuestro es un ministerio abstraído de la realidad social limitado al estrecho ámbito de nuestro yo, o del sólo espacio ritual o del sólo edificio parroquial? ¿O acaso estamos encontrando dificultad para entendernos en el espacio público que nos está tocando vivir?
También se pregunta Aristóteles: “¿debe preferir el individuo la vida política, es decir, la participación en los negocios de la ciudad, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público?”[19]. El ciudadano que sólo se ocupa de los asuntos domésticos, de lo que acaece en su casa, y se desentiende de los proyectos e inquietudes comunes de la ciudad, incurre en un error de percepción, pues la casa, nuestra propia casa, se inscribe en un escenario que la trasciende”[20].
Debemos decirlo con claridad: el elemento comunitario y social antecede, permite y posibilita nuestra vida privada; pero este entrelazamiento entre lo individual y comunitario, entre el ciudadano y la ciudad, se está descomponiendo poco a poco de manera silenciosa e imperceptible. Y todo ello gracias a la desembocadura digital que exacerba el individualismo de la modernidad. Y esta descomposición está afectando también en la Iglesia en la relación entre lo individual y lo eclesial, es decir, en la disolución del espacio del encuentro de la asamblea, de la comunidad; no sólo de la comunidad diocesana, sino de la comunidad presbiteral.
En este horizonte por tanto es fácil entender el proceso de disolución silenciosa del espacio y del sentido comunitario de la Iglesia. Y, contradictoriamente, somos los ministros consagrados los que no nos estamos percatando de este proceso de desgaste social y eclesial acelerado por la digitalización y pantallización de nuestra existencia; por el contrario, y paradójicamente, los presbíteros estamos siendo atrapados por la manipulación emocional y por su consiguiente proceso de sedación; estamos alimentando este mismo proceso de disolución de lo público y de lo eclesial, del espacio del encuentro donde se teje la verdadera comunión. Al contrario, estamos siendo atrapados por la idioticracia[21] que nos ancla al yo y a su presente, borrando el pasado y cancelando la apertura esperanzada al futuro.
Por eso, y en línea con lo que decía Aristóteles, estamos sumergiéndonos y formando parte de una masa de idiotas. Idiota viene del griego idiotés que hace referencia al individuo que en su privacidad se mantiene al margen de la vida pública y se desinteresa de los asuntos de la comunidad; en este sentido, idiota es el inútil para la comunidad; es el egocéntrico, el indiferente a los demás. Idios, en griego es lo propio; es el self, en inglés, “sí mismo”; que se puede traducir como “auto”, referido a sí mismo. La selfie es entonces la “autofoto”, el “autorretrato”.
“Las selfies son […] una de las tipologías fotográficas más pobres: habitualmente con el rostro en el centro, afectado por la deformación típica del gran angular de la cámara del smartphone, casi siempre con una mueca sonriente o adoptando algún gesto que trata de irradiar estilo y seducción”. La selfie gobierna las redes sociales y construye nuestra imagen del mundo y la imagen de nosotros mismos; una imagen tal que sólo cobra sentido gracias a su difusión; existimos entonces gracias a la naturaleza de su propagación y a la necesidad de ser compartida. Ahora se dice: “me autofotografío, luego existo” [22].
La cultura de la selfie por tanto, estrecha el espacio público y eclesial al “sí mismo” y sólo para el “sí mismo”. Lo relevante de la realidad queda solamente dentro de los márgenes estrechos de la selfie; todo el ámbito fuera de la lente del teléfono inteligente, no existe, no interesa, no es relevante.
En estos términos, el espacio público y eclesial que es el espacio del verdadero encuentro; el espacio donde se cruzan las miradas, donde se tocan los cuerpos, donde se expresan y acogen los afectos y los sentimientos de unos y otros; el espacio donde brotan las diferencias, donde se acalora el debate, donde se suscita el diálogo, donde se busca la reconciliación y la aceptación; este espacio real y objetivo se vacía de presencia y, por tanto, de reto y de riesgo; de aventura y de esperanza. Nos sentimos más seguros en el espacio digital; por ello le dedicamos mucho tiempo a contemplarlo.
3. Hacia una recuperación de las condiciones de posibilidad de la interioridad y de la comunión.
a. Somos carne y desde la carne nos encontramos realmente: nuestro cuerpo.
La digitalización y pantallización de nuestra existencia nos está atrapando, decíamos, en una idioticracia que exacerba la personalidad narcisista y nos orienta a perder el espacio público y eclesial. El narcisismo genera entonces una “atomización o segregación del sujeto” que, como resultado, le hace cada vez más imposible “comunicar intersubjetivamente la propia experiencia del mundo y los propios sentimientos”. Se ponen las bases de la hostilidad mutua; de la competitividad y del avasallamiento mutuo acompañado de una creciente sensación de incomunicación, soledad, aislamiento[23].
Empieza de este modo la duda existencial; del propio lugar en el mundo; duda de la pertinencia de la propia vida y vocación; en último término, del sentido de la vida. Al final de cuentas, la persona narcisista es una persona insegura que carga a los demás sus vacilaciones y desequilibrios; por eso requiere y exige la atención de los otros a toda costa, aunque ese otro no exista en realidad tal y como él se lo imagina[24].
Las redes sociales están generando una imagen agigantada de nosotros mismos y, por lo tanto, irreal. La digitalización de nuestra existencia nos impide mostrarnos como realmente somos; nos mantienen en las apariencias o en aquello que anhelamos que los otros vean de nosotros, aunque no corresponda con lo que realmente somos. Debemos más bien emprender la experiencia del “caballero de la armadura oxidada”[25]: quitarnos la armadura oxidada que nos impide abrirnos al mundo y conocernos realmente a nosotros mismos; se trata de percatarnos de las barreras emocionales en las que estamos encerrados y dentro del perímetro de las cuales hemos construido nuestra vida.
Hoy está generándose entre nosotros el temor de mostrarnos realmente como somos; pareciera que requerimos siempre de las apariencias para relacionarnos desde ellas; la pantallización y digitalización de nuestra vida refuerza este temor: tememos que los otros nos conozcan como lo que realmente somos; tememos mostrarnos desde nuestra fragilidad. Por ello, se comprende que el clericalismo tiene siempre un ingrediente de narcisismo y, por tanto, es la expresión de un temor oculto que se cancela aparentemente con el abuso de poder y con la apariencia inconsciente.
Hoy debemos empezar a tomar conciencia que nuestro modo de relacionarnos con el mundo y con los otros es mediante nuestro cuerpo. Y nuestro cuerpo que es carne es la única manera auténtica de relacionarnos con otros cuerpos. El espacio público y eclesial se habita con el cuerpo, mediante el cuerpo; no hay otra forma. Hay quien dijo que somos un “almario”: “nuestra carne sufriente, enfermiza y sujeta a los achaques que nos propina el discurrir temporal también puede celebrarse porque no es sólo carne, también es habitáculo de lo sagrado”. El espacio público y eclesial, que es el espacio real, es el “lugar de encuentro con otros cuerpos”. Es así como «lo sagrado» hace acto de presencia: en el encuentro de varios cuerpos que comparten la misma coyuntura existencial y vivencial[26]. La realidad de nuestros cuerpos es la evidencia de nuestra fragilidad y nuestra necesidad como seres humanos; y cada uno va siendo testigo de cómo en su cuerpo se experimenta cada día el límite, pero límite superado por lo sagrado que en él se revela: la insondable interioridad de la persona que somos cada uno de nosotros.
Hoy debemos comenzar a atrevernos a superar las barreras que hemos ido levantando entre nosotros presbíteros; dejemos de lado la apariencia; seamos capaces de quitarnos la armadura oxidada y atrevámonos a vernos, aceptarnos, acogernos y amarnos desde nuestro propio límite. Cada uno somos personas que en la propia corporalidad nos mostramos en y desde nuestra limitación y necesidad. Esta es nuestra verdad existencial que la digitalización de la vida busca ofuscar, ocultar y cancelar.
Se ha dicho que el cuerpo, si tiene hambre, “come y se harta, pero el alma tiene necesidades insaciables. Aunque sin el cuerpo ni se come ni se puede rezar”[27]. Por tanto, los más grandes anhelos e ideales; las más grandes cualidades y capacidades personales no pueden obviar la realidad de la propia contingencia corporal. Nuestra corporalidad nos obliga a ser realmente humildes.
Cada uno de nosotros debemos avanzar con el peso y las dificultades de nuestra propia existencia. Y hoy somos más conscientes que desde que somos engendrados, desde nuestra niñez, llevamos ya una carga. Debemos pues prestar atención a nuestro cuerpo como la casa que habitamos y que nos sitúa en el espacio público y eclesial y que nos coloca en el radio existencial de los cuerpos de los otros. El cuerpo es el “elemento compartido indispensable de nuestra vida” que nos “genera una sensación personal y subjetiva”, pero además produce y “guarda efectos comunitarios y sociales”[28].
El cuerpo es “intersubjetivo” por esencia desde el momento que es engendrado. “Es el receptáculo de impresiones, sensaciones y emociones, pero nada de lo que en él sucede queda encerrado en la esfera privada del individuo”[29]. Por eso la muerte de cada uno genera un vacío en el mundo que nadie lo puede sustituir; por eso la muerte del otro duele, no es indiferente por más que queramos ser indiferentes.
Es necesario que hoy hagamos un ejercicio de toma de conciencia, un acto de valentía para dejarnos sentir como lo que somos desde la propia realidad corporal frágil y necesitada que nos sitúa dentro de un espacio en el mundo y en la posibilidad real del contacto con los demás; es necesario ser audaces para permitirnos sentir la presencia corporal de los otros en su propio límite y necesidad para que abramos el espacio del encuentro; un espacio también limitado, habitado por cuerpos afectados siempre por el paso del tiempo, de las preocupaciones, de las esperanzas, de los anhelos, de los sinsabores, del cansancio, de la enfermedad. Un espacio eclesial habitado por personas en cuyos cuerpos se revela la necesidad del encuentro, de la acogida, de la aceptación, del abrazo, de la comprensión.
“Sin ningún cuerpo no hay ningún espíritu, alma o psiqué que pueda hablar” de sí. Nuestro espíritu cuenta porque se cuenta desde un cuerpo. Porque padece o goza, se daña o se deleita, enferma o sana, porque nace, agoniza y finalmente sucumbe. Por ello, “el cuerpo se inscribe […] y se manifiesta en y desde la ciudad”[30]. Por eso el espacio eclesial sólo se vive plenamente en la acogida de lo sagrado que se revela en la pequeñez de nuestra corporalidad.
Esta reflexión lejos de ser académica nos hace pensar que no podemos vivenciarnos realmente ni mostrarnos auténticamente desde y a través del mundo digital y desde las pantallas. Éstas anulan nuestra corporalidad y cancelan, si se exacerban y si nos dominan, la posibilidad del encuentro real. Además, la presente reflexión nos lleva a considerar que no podemos mostrarnos a los demás sólo desde aquello que consideramos lo más valioso de nosotros queriendo hacernos valer desde ello: desde dnuestras capacidades intelectuales; desde nuestras habilidades organizativas y pastorales por más ricas que sean o desde el puesto o el rol que desempeñamos: obispo, párroco, rector, juez eclesiástico, vicario general o de pastoral, en fin; si somos conscientes de nuestra corporalidad y queremos asumirla y vivir realmente desde ella, entraremos en una dinámica de autenticidad porque todos sabemos que desde siempre nuestro cuerpo, nuestro almario, es recuerdo y expresión de nuestra grandeza y, al mismo tiempo, de nuestra fragilidad hasta que dejará de habitar este mundo. Lo valioso entonces que llevaremos con nosotros más allá de nuestra muerte será la multiplicidad de relaciones bellas, significativas y valiosas que hemos tejido con los otros desde nuestra corporalidad y limitación y de lo que con los otros hemos construido y aportado al mundo para que sea mejor.
Superemos la falsa seguridad de la homogeneidad que nos ofrecen las redes y el mundo digital; y asumamos el riesgo que somos como seres corporales: asumamos nuestra frontera; porque nuestro cuerpo es frontera, es decir, posibilidad de contacto con lo diferente que se toca; impone mi límite dentro del radio que me corresponde y posibilita la apertura con el otro desde mi propio límite; me abre el límite del otro, al cual acojo y respeto. La frontera dice entonces límite y apertura a lo diferente; cercanía y separación; un límite que siempre implica riesgos que vale la pena afrontar. La otra alternativa es la del “solipsismo emocional” que alberga el peligro de desatender la inevitable intersubjetividad en la que nuestros cuerpos viven y cohabitan en el escenario del mundo.
Dejemos de vernos, como presbíteros, desde nuestra interioridad blindada; dejemos de vernos como adversarios, como competidores que luchan por alcanzar cada uno su felicidad, su éxito, su bienestar económico o buscando el reconocimiento social a toda costa. Dejemos de ser presbiterios beligerantes donde nos desatendemos unos de otros o donde formamos grupos de poder en pugna y en crítica constante. Dejemos nuestros antagonismos y las apariencias que falsean nuestras relaciones interpersonales. Dejemos de buscar solamente a las personas que alimentan mi ego; los únicos que consideramos que son capaces de darme la energía que creemos necesitar, desechando de antemano la apertura a otros distintos porque pienso que son demasiado distintos a mí. Dejemos de acercarnos solamente y en exclusiva a quienes decimos que nos entienden y nos compadecen rompiendo de este modo el ámbito estrecho de la búsqueda de nosotros mismos y de nuestra tan anhelada felicidad. Todos, todos, todos, somos presencias corporales limitadas, necesitadas en algún momento de atención, de comprensión, de cobijo, de abrazo. Si nos comprendemos y vivimos desde la realidad de nuestro cuerpo, entonces comenzaremos a habitar el espacio público y eclesial; comenzaremos a humanizar ese espacio y el tejido formado por nuestros cuerpos y recuperaremos el anhelo de hacer algo porque este mundo sea mejor. Mi cuerpo y el cuerpo de los otros siempre necesitarán cobijo. Nadie puede vivir al desnudo por el resto de sus vidas sin necesitar que alguien le ofrezca una manta, por humilde que sea, para cubrirse y sentirse seguro.
b. Hacia la recuperación del espacio público y eclesial: desconectarnos y despantallizarnos para recuperar la interioridad y ser agentes de comunión.
La esencia del ministerio que hace presente a Cristo en la Iglesia y en el mundo se realiza en plenitud cuando somos verdaderos agentes de la comunión. Afirma PDV: “no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia” y continúa diciendo: “la eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo. La referencia a la Iglesia [como comunión] es pues necesaria […] en la definición de la identidad del presbítero”[31].
Esta comunión tiene su origen en la comunión trinitaria; es su fuente última. Pero además debemos decir que la intersubjetividad en la que el hombre está llamado a realizarse hoy y siempre y que nos lleva a pensarnos y vivirnos no desde el “yo” sino desde el “nosotros” como urdimbre de solidaridad y de responsabilidad de unos por otros, lleva ya la marca del Dios trinitario; no hay otro camino de realización y salvación más que en comunidad, como fraternidad, como pueblo, como Iglesia.
Recuperemos y comencemos a rehacer hoy la capacidad de caminar juntos de manera sinodal. Empecemos reseteándonos para configurar nuestra mente y nuestro corazón bajo este horizonte comunitario y comenzar a ser tejedores de comunión, de Iglesia. Comencemos a habitar el espacio de la Iglesia bajo un nuevo impulso renovado de la fraternidad y la amistad social[32] y comunional porque en efecto “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”[33].
Esta disposición a la comunión exige “despantallizarnos”; liberarnos de la “manipulación emocional” tomando la decisión de “poner una distancia” entre nosotros y el teléfono inteligente; entre nosotros y el exceso de redes sociales y de internet. Exige aprender a desconectarnos de los dispositivos electrónicos para conectar con la realidad, con las personas de carne y hueso, para comenzar a sentir a los otros en su corporalidad, en su realidad frágil y necesitada como la nuestra. Implica la audacia de vivir y de actuar contraculturalmente para romper los paradigmas homogeneizantes de la cultura digital.
Recordemos las hermosas palabras de la plegaria eucarística IV para diversas necesidades titulada Jesús, que pasó la vida haciendo el bien: “Abre nuestros ojos para que conozcamos las necesidades de los hermanos; inspíranos las palabras y las obras oportunas para confortar a los que están cansados y agobiados; haz que podamos servirlos con sinceridad, siguiendo el ejemplo y el mandato de Cristo. Que tu Iglesia sea un vivo testimonio de verdad y libertad, de paz y justicia, para que todos los hombres se animen con una nueva esperanza.
Hoy tenemos la oportunidad, si somos conscientes de la manipulación digital y de la pantallización de la vida, de tomar conciencia de nuestra esencial condición corporal frágil y necesitada de cuidado mutuo, sabedores de ser testigos del Verbo que asumió nuestra carne para hacerse cercano a nosotros; si hacemos así, entonces podremos entrar en una dinámica nueva, contracultural, siendo verdaderos profetas de cercanía, de comunión y de recuperación de los vínculos sociales y comunitarios. El reto es grande y parece que nos supera; sin embargo, será necesario afrontarlo si queremos ser en este siglo, una Iglesia verdaderamente significativa y relevante para el mundo de hoy.
Vivimos en una sociedad donde reina lo superfluo, lo insignificante y la asfixiante experiencia de lo homogéneo; hemos sido agotados y extenuados cognitiva y emocionalmente, encapsulando nuestro yo en un mundo lleno de estímulos y del cual no logramos escuchar sus necesidades auténticas, y las nuestras. “Quedamos mudos para nosotros mismos y somos condenados a una hostigadora incomunicación, a pesar de vivir en una hiperconexión, que sin embargo nos conecta como masa y no como individuos”[34].
¿Qué hacer frente a este avasallamiento digital? ¿Cómo recuperar la atención a la propia interioridad para saber leerla, interpretarla y expresarla? ¿Cómo empezar a tejer, partiendo desde la atención a la interioridad, la comunión? ¿Cómo recuperar la conciencia y vivencia de nuestra condición corporal y asumir nuestra realidad personal desde esa dimensión esencial, constitutiva e irrenunciable abriéndonos al contacto con los otros en su corporalidad?
El camino del sentido de vida personal y común está en riesgo por la “narcotización de nuestra compasión y empatía”; por la manera como se nos está llevando a conectar con la realidad, es decir, “como asépticos y despreocupados espectadores”; también nosotros como pastores estamos emprendiendo el camino de inmutabilidad frente al dolor y el sufrimiento, de no “tomar conciencia frente a la situación”[35].
¿Qué hacer entonces?:
1. Recuperemos de manera activa no sólo reactiva nuestro presente[36]. Es decir, nosotros sacerdotes empecemos a asumir un actuar más consciente, responsable y autónomo respecto de la pantallización y digitalización de la vida; establezcamos distancia respecto de ello y seamos conscientes de la realidad actual, de sus dinámicas y procesos y asumamos un compromiso frente a ella. ¿Qué podemos aportar como presbíteros a esta realidad social y eclesial? ¿Qué dinámicas antropológicas, psicológicas y existenciales podemos impulsar para reconectar con la realidad auténtica, con las personas de carne y hueso? Se trata de recuperar la conciencia del presente aclarando nuestra mirada del futuro y decidirnos por hacernos cargo de ambos.
2. Desarrollemos la capacidad de leer e interpretar nuestra interioridad: nuestras emociones y sentimientos; nuestros traumas y complejos; nuestras potencialidades y bloqueos; démonos la oportunidad de conocer nuestro verdadero yo que se revela en el modo como sentimos el mundo y sentimos a los otros; recordemos que antes de ser razón somos sentimiento. Seamos capaces de identificar y leer nuestra ansiedad, nuestro estrés; de identificar tal vez nuestros trastornos de personalidad depresivos, límite de la personalidad, paranoide, si acaso los hubiera.
3. Reconstruyamos nuestros deseos; es decir, ese estado emocional y psicológico que es atraído por lo realmente valioso, bueno y significativo. El deseo que frente a la verdad, a lo bueno, a lo justo, frente a la necesidad que vale la pena tener en cuenta suscita motivación, fortaleza, dirección, decisión y objetivo. Recuperemos los deseos a nivel emocional, intelectual y espiritual atraídos por lo que agrada a Dios. Analicemos dónde están nuestros deseos. Promovamos deseos que suscitan la atención y la capacidad de elegir, de decidir y de aprender vinculándonos de manera más efectiva a la realidad.
4. Recuperemos la interioridad espiritual: el silencio sagrado y orante; pidamos el don de la nostalgia por Dios; la oración personal y litúrgica vividas con atención; recuperemos la dirección y el discernimiento espiritual; la meditación atenta de la Palabra.
5. Vivamos un “salutífero pesimismo” que consiste en “cobrar conciencia del mal en todas sus formas y en entregarnos a la realidad en su compleja pluralidad. Sólo asumiendo y constatando la existencia del mal y nuestra condición de náufragos en el a veces inhóspito terreno de la existencia, podremos obtener una conciencia libre de engaños, es decir, cabal y responsabilizada por cuanto ocurre”[37]. Se trata de un sano pesimismo. La observación rigurosa de la realidad suscita un valor moral porque cuestiona e invita al compromiso; hoy debemos aprender a mirar las cosas humanas conectando verdaderamente con ellas[38].
6. Aboguemos por “la importancia e irremplazabilidad del diálogo entre iguales” y distintos; descubramos la “urgente necesidad de mirarnos unos a otros, de manera que seamos capaces de compartir nuestras experiencias de dolor e inquietud, pero también de alegrías y satisfacciones, para trazar un análisis cercano, aterrizado y antropológicamente fidedigno del escenario en que vivimos”. Se trata entonces de tomar conciencia de la materialidad de los males presentes para que trabajemos para mejorar la condiciones materiales y morales del mundo y no causar más sufrimiento del que ya existe[39].
7. Recuperemos la auténtica esperanza, siendo conscientes de la ecoansiedad, del pesimismo y negativismo del ambiente, recuperando y sanando nuestro deseo y nuestras emociones; afilando nuestra inteligencia y fortaleciendo la capacidad de decisión en orden a lo bello, a lo justo, a aquello por lo que vale la pena vivir y morir; sabiendo que podemos hacer algo porque este mundo sea mejor comprometiéndonos política y proféticamente. Desarrollemos entonces la “capacidad de con-movernos” solidariamente suscitando la corresponsabilidad por lo que sucede en la sociedad, en nuestras comunidades, en “nuestro escenario compartido”[40], superando la indiferencia y falta de compromiso.
8. Si hacemos así, podemos despertar la capacidad y posibilidad de vivir desde el horizonte del nosotros; empecemos a desear construir “un nosotros sosteniéndonos y respaldándonos”, empezando cada uno de nosotros a sostener y respaldar a otros; hoy ya no pensemos solamente en “¿qué hay de lo mío?”; apostemos con determinación por un “¿qué hay de lo nuestro?” [41].
9. Frente al malestar social y eclesial, apostemos por construir un bienestar común construido con nuestras propias manos y las manos de los otros; con nuestras capacidades y nuestros límites; viéndonos y comprendiéndonos mutuamente desde lo sagrado que se asoma en la fragilidad de nuestros cuerpos.
10. Recuperemos así el espacio público y eclesial. Apostemos por una presencia real, corporal, sensible, emocional, intelectual, decisional consciente y responsablemente para que sin armaduras oxidadas nos abramos a los otros desde la conciencia de una interioridad personal más transparente y saludable y desde una vivencia de la propia corporalidad, poniendo las bases de la construcción de una comunión más real y profunda que acoge al otro en la grandeza y límite de su corporalidad.
Encaminándonos hacia el final, hago referencia a John Banville (1945), escritor irlandés, en una crítica a la Nobel de literatura, la surcoreana Hang Kang (1970)[42], quien dijo que no celebraría el premio mientras muera mucha gente en las guerras. Ante esto, Banville afirmó: “esto es idiota e infantil”. Y continuó diciendo: “los artistas tienen la responsabilidad de ser responsables en el mundo y no hacer declaraciones estúpidas, no ser infantiles ni ser indulgentes consigo mismos. [Los artistas] somos seres humanos comunes y corrientes como todos los demás, pero representamos un gran proyecto humano que es un proyecto de arte y nos corresponde a nosotros mantenerlo […] Los escritores no tienen que ser solemnes, pero sí que ser serios”[43].
Estas palabras de Banville nos hace pensar en la grave responsabilidad de nuestra vocación para no banalizarla; parafraseando a Banville debemos decir: los sacerdotes tenemos la grave responsabilidad de ser responsables en el mundo; no ser indulgentes con nosotros mismos; somos seres humanos comunes y corrientes como todos los demás, pero representamos y hacemos presente con la Iglesia y en la Iglesia y en el mundo un gran proyecto, el proyecto de Dios, el proyecto del Reino, de quien la Iglesia es germen y experiencia de comunión armónica en la diversidad. Ante esto, seamos serios por favor porque tal vez lo olvidamos con frecuencia.
Conclusión
La realidad humana queda expresada en su verdad más profunda en el acontecimiento del Verbo Encarnado que asumió nuestra carne para hacerse cercano a todos; en su carne frágil nos hizo patente la cercanía del amor humilde y misericordioso del Padre. El Verbo, lejos de quedar desfigurado en el cuerpo de Jesús, mostró, encarnándose, que la Trinidad tiene una interioridad profundísima en la que se revela la igualdad, la diferencia y la transparencia del amor; una interioridad que, precisamente rica en el amor, ha querido comunicarlo libremente a la humanidad; y para ello la carne de Jesús es la expresión más bella, por su fragilidad, de que el amor de Dios realmente no sólo se ha hecho cercano, sino que ha asumido todo lo humano. De este modo, el Verbo hecho hombre ha formado realmente comunidad con todos los hombres y mujeres.
El acontecimiento de la Encarnación, visto desde esta perspectiva, tiene mucho qué decir en este tiempo en que la corporalidad, expresión humilde de lo más sacro que somos cada uno de nosotros, está siendo velada por la digitalización; por tanto, la Encarnación del Hijo de Dios nos recuerda que no hay otra forma de manifestar la cercanía sino por los vínculos intersubjetivos que expresa de por sí nuestro cuerpo y no por la pantallización de la vida humana.
Termino haciendo referencia a un diálogo ficticio entre Alejandro VI (papa Borgia) y Miguel Ángel Buonarroti al presentarle este al papa la talla de su Cristo Desnudo:
Papa Alejandro VI: “¿Cómo creaste algo tan divino?”
Miguel Ángel: “Estamos tan distantes de Cristo ahora. En 1500 años se convirtió en sólo una idea. Necesito saber que Jesús también fue de carne: que tenía una cabeza y un corazón; un pene y un trasero; que su lengua podía probar uvas y sus dientes sentir el dolor; sus manos tal vez encallecidas cuando acariciaron otra piel. Dios creó el cuerpo humano […] estamos obligados a celebrar tan extraordinaria creación”[44].

Bibliografía
“Banville pide retirar el Nobel a Han Kang por no celebrarlo; ‘Es idiota e infantil”. Recuperado el 16 de octubre de 2024 de Https://www.msn.com/es
Cencini A., Los sentimientos del Hijo, Sígueme, Salamanca, 2005.
Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 2013. Congregación para el Clero.
Discurso del Santo Padre Francisco, Momento de reflexión para el inicio del proceso sinodal, 9 de octubre de 2021.
Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, del Santo Padre Francisco, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 2013.
Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, de su Santidad Juan Pablo II, sobre la formación de los sacerdotes en el mundo actual, 1992.
Fisher, R., El caballero de la armadura oxidada, Ediciones Obelisco, 2008.
González Serrano, Carlos Javier, Una filosofía de la resistencia. Pensar y actuar: contra la manipulación emocional, Destino, Barcelona, 2024.
Lumen Gentium. Constitución dogmática sobre la Iglesia, 1964.
Luri, Gregorio, Prohibido repetir. Una propuesta apasionada para salvar la escuela, Rosamerón, España, 2024.
Padilla, Javier; Carmona, Marta, Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, Capitán Swing, 2022.
Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis. Congregación para el Clero, 2016
Schwarz, M., Moravec, P., (Productores ejecutivos). Borgia [Serie de televisión]. Producciones Atlantique; EOS Entertaiment. (2011-2014).
Datos personales:
Pbro. Julio Alejandro Fuentes Rodríguez, rector del Seminario Diocesano de León, Guanajuato, México.
Licenciado en filosofía por la Universidad Gregoriana de Roma; Maestría en Ciencias Humanísticas del Tecnológico de Monterrey.
Director Espiritual en el Seminario Menor (2004-2014)
Rector del Seminario (Desde 2014 a la fecha).
Correo electrónico: gioia98@hotmail.com
Tel. celular: 52 477 266 2992
[1] Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (2016), Cap. III, “Fundamentos de la formación”; inciso d) “Para una formación de la interioridad y de la comunión” (nn. 41-43).
[2] En el texto la palabra “interior” aparece 29 veces; la palabra “interioridad” 3 veces y la palabra “corazón” referida a la interioridad aparece 30 veces. La palabra comunión aparece 24 veces.
[3] Evangelii Gaudium, nn. 93-95.
[4] Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (2013) nn.39-43.
[5] Cencini A., Los sentimientos del Hijo, Sígueme, Salamanca, 2005, pp. 37-38.
[6] Cfr. González Serrano, C. J., Una filosofía de la resistencia. Pensar y actuar: contra la manipulación emocional, Destino, Barcelona, 2024, pp. 194-195.
[7] Cfr. Padilla, J.; Carmona, M., Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, Capitán Swing, 2022, p. 11.
[8] González Serrano, Carlos Javier, Una filosofía de la resistencia, p. 168.
[9] Ibid., p. 169.
[10] Ibid., p. 169-170.
[11] Ibid., p. 170-171.
[12] Ibid., p. 166.
[13] Cfr. Luri, G., Prohibido repetir. Una propuesta apasionada para salvar la escuela, Rosamerón, España, 2024, p. 55.
[14] Cfr. Ibid., p. 56.
[15] Discurso del Papa Francisco al inicio del proceso sinodal, 9 de octubre de 2021.
[16] “¿Qué queda del progresismo católico en México? De Bernardo Barranco V. En La Jornada, 23 de diciembre de 2020 [Recuperado el 3 de octubre de 2024].
[17] Citado por González Serrano, C. J., en Una filosofía de la resistencia, p. 21.
[18] Política, Libro III, Del Estado y del ciudadano, cap. III.
[19] Política, Libro IV, Teoría general de la ciudad perfecta, cap. II.
[20] González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 21-22.
[21] Ibid., p. 27.
[22] Town Sergio, El selfie nos crea y nos destruye. La sociedad no estaba preparada. [Recuperado el 7 de octubre de 2024]. cultugrafia.com
[23] González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 69.
[24] Cfr. Ibid. p. 70.
[25] Fisher, R., El caballero de la armadura oxidada, Ediciones Obelisco, 2008.
[26] Cfr. González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 86.
[27] Ibid., p. 87.
[28] Idem.
[29] Idem.
[30] Cfr. Ibid., p. 88.
[31] PDV, 12.
[32] Sería muy importante leer y comprender bajo este horizonte que venimos desarrollando la encíclica Fratelli Tutti (2020) del papa Francisco y el camino sinodal (2021-2024) que él mismo, en estrecha relación con el Magisterio del Vaticano II, ha impulsado en la Iglesia.
[33] Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, 1.
[34] Cfr. González Serrano, J. C., Una filosofía de la resistencia, p. 163. .
[35] Ibid., p. 200.
[36] Idem.
[37] Ibid., p. 205.
[38] Luri, Gregorio, Prohibido repetir, 2024, p. 78-79.
[39] Cfr. Ibid., p. 206-207.
[40] Ibid., p. 208.
[41] Cfr. Padilla, J; Carmona, M., Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, p. 89.
[42] Hang Kang ganó el Premio Nobel de Literatura 2024 con su obra “La Vegetariana” (Corea del Sur, 2007).
[43] “Banville pide retirar el Nobel a Han Kang por no celebrarlo; ‘Es idiota e infantil” [Recuperado el 16 de octubre de 2024]. MSN Noticias.
[44] Schwarz, M., Moravec, P., (Productores ejecutivos). Borgia [Serie de televisión]. Producciones Atlantique; EOS Entertaiment, 2011-2014.
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